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“Sentimientos y crecimiento personal”, por Enrique Martínez lozano

Lunes, 20 de marzo de 2017
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Me parece muy positivo el interés creciente por el mundo de los sentimientos porque, sólo favoreciendo una relación consciente y ajustada con ellos, es posible la integración de la persona. Por el contrario, lejos de ellos, nos encontramos a distancia de nosotros mismos y de la vida, y confundidos con ellos, caemos en la inconsciencia, el autoengaño y el sufrimiento crónico e inútil.

Con el objetivo de favorecer la integración personal, en el proceso que lleva al sujeto a buscar la unificación, intentaré plantear un “marco” de referencias que permitan clarificar el lugar de los sentimientos en el conjunto de nuestra persona, y orientarnos en nuestro hacer con ellos.

Sensación, sentimiento, emoción

Para empezar, una constatación elemental: estamos sintiendo constantemente…, aunque no nos enteremos, no seamos capaces de nombrar lo que sentimos, o nos hallemos “encerrados” en los vericuetos de nuestra mente. Incluso totalmente alejados de ellas, lo cierto es que somos seres habitados de sensaciones incesantes; y no puede ser de otro modo, porque vivir es sentir.

Entendemos por sensación todo mensaje corporal: desde el contacto de los pies con el suelo hasta la percepción de la temperatura que hace en este momento en nuestra habitación; desde el calor de las manos que se entrecruzan hasta el dolor de muelas que no logramos calmar. Somos, permanentemente, un mar de sensaciones inagotables. Pero solemos vivirnos tan distantes de ellas, sobre todo de las más tenues y profundas, que no es extraño que, ante la pregunta: ¿qué estás sintiendo?, muchas personas no sepan qué responder.

Algunas de esas sensaciones corporales conllevan una alteración anímica, afectan a nuestro estado de ánimo, es decir, tienen un contenido psicológico: son los sentimientos. Por lo que, aunque todo sentimiento es una sensación, no toda sensación es sentimiento.

Cuando, finalmente, algunos sentimientos aparecen “cargados” con una intensidad especial, hablamos de emociones. La emoción denota un “plus” añadido, que toma a toda la persona, y que sólo puede evacuarse a través del propio cuerpo –no olvidemos que la emoción es también una sensación corporal-, en forma de llanto, grito, golpe, movimiento… Por eso, una vez evacuada, lo que queda es el sentimiento de base.

Sensibilidad como capacidad de vibrar

Si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que es común a la sensación, el sentimiento y la emoción, esa palabra sería “vibración”. Es nuestro cuerpo que vibra a diferente intensidad según lo que se halla en juego. Un cuerpo vivo es un cuerpo vibrante; una persona “viva” es la que se halla en contacto consciente con lo que bulle en su interior.

Sensibilidad es, pues, capacidad de vibrar, pero esa capacidad es deudora de la historia psicológica del sujeto, del “color” y de la intensidad de los fenómenos que han quedado registrados. Como consecuencia de esa historia, la sensibilidad ha podido quedar congelada/endurecida, hipersensible o armoniosamente vibrante.

Ante el sufrimiento emocional reiterado, en el niño se activa un automático mecanismo de defensa, por el que endurece su cuerpo, entrecorta la respiración –que pasa de ser diafragmática a torácica- y se sitúa en la cabeza, poniendo en marcha un funcionamiento cerebral caracterizado por la “rumiación”. En ese proceso, su sensibilidad queda congelada o endurecida; se ha reducido, minimizado o incluso prácticamente anulado la capacidad de sentir.

El sufrimiento emocional reiterado provoca también heridas que dejan huella en el psiquismo, convirtiéndose en “focos” de perturbación, que sitúan a la persona en una hipersensibilidad exagerada o, en el otro extremo, en una sensibilidad congelada o bloqueada. En ambos casos, el sujeto tenderá a reaccionar de una manera habitualmente desproporcionada ante diferentes estímulos de la vida cotidiana.

Cuando la historia afectiva del niño ha sido “sana”, la sensibilidad se halla en condiciones favorables para poder vibrar de un modo ajustado, reflejando adecuadamente la vivencia de la persona que, siempre en contacto con sus sentimientos, se percibe vibrante y armoniosa.

En el estado de rigidez (o congelación), el cuerpo se encuentra igualmente rígido y es la mente la que asume un papel protagónico. En el de hipersensibilidad, el cuerpo participa de la misma inquietud y la persona se vive “a flor de piel”. En ambos casos, se halla lejos de lo mejor de sí. Se requiere una sensibilidad mínimamente sana y vibrante para que la persona pueda acceder a su dimensión más profunda, donde encontrarse con su propio centro integrador. Al anclarse en él, tanto la mente como la sensibilidad dejan de monopolizar el funcionamiento de la persona, situándose ambos en el lugar que les corresponde dentro del conjunto unificado del ser humano.

Desde la necesidad a la capa de protección

Para entender estos funcionamientos, es necesario partir desde el comienzo. Y, en el inicio, el ser humano es pura necesidad; fundamentalmente, necesidad de ser reconocido.

Ese hecho hace que el niño sea absolutamente vulnerable, si bien la vulnerabilidad sólo le resultará problemática cuando empiece a sufrir, es decir cuando su necesidad no sea adecuadamente respondida. Será entonces cuando el sufrimiento psíquico, que percibe en la zona abdominal, le lleve a emprender la huida, hasta instalarse en una “zona de protección”, lejos del sufrimiento. Lo que ocurre, sin embargo, es ambivalente: si bien, por un lado, así se protege de la intensidad del sufrimiento, por otro, al alejarse del dolor, se distancia inadvertidamente de sus sentimientos y de la vida misma. Leer más…

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