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“El mar y el oleaje”, por Fernando Jiménez

Martes, 26 de junio de 2018
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bodyboard-tiago-sousa-desenquadrado-3_700x360A esta edad a la que he ascendido, es inevitable que la consciencia de un humano final de la experiencia a la que llamamos “vivir” te envuelva, como luz clara, a veces, y otras veces, quizás con una luz sombría, “Saber que somos luz y sentir frío / humanamente esclavos de la muerte”, como en el verso desesperado del primer Blas de Otero…

Hoy he cogido al vuelo un pensamiento de Salvador Panniker, de su Segunda Memoria, donde dice que “las cosas separadas” son una ficción del lenguaje, y lo interpreto en cuanto que el lenguaje hace siempre un recorte conceptual y artificial de los aspectos distintos de una realidad total e inconsútil.

La palabra “aspecto” deriva del término latino “aspicio” que significa ver: lo que veo de la realidad total en un momento determinado. Y viene a decir Paniker que esto que veo, estos aspectos, son recortes practicados en la totalidad, que se definen, se conceptualizan y se hacen distintos por obra y gracia del lenguaje. El Adán bíblico, instalado en la existencia, empieza a ordenar el mundo, la totalidad que le rodea, a clasificarlo en moldes lingüísticos, poniéndole, como dice la Biblia, un nombre a cada cosa.

Esos recortes de la totalidad -que se concretizan y delimitan en cada palabra de los lenguajes- no son más que flashes pasajeros, efímeros, fugaces, caducos, temporales…Y eso es también el tiempo: el paso de nuestra visión -enmarcada en cada palabra del lenguaje- por esos múltiples y sucesivos aspectos de la totalidad.

La Totalidad es atemporal, infinita, inagotable, perenne… como el mar. Mientras las olas sucesivas perecen desmayadas sobre la arena de las playas, el mar permanece eterno, inmutable, total. (Un día yo dejaré de ser ola, pero seguiré siendo mar, infinitamente). Cada ola es un presente perecedero, uno de los aspectos, captados sucesivamente, de esa totalidad infinita inabarcable.

Por eso, el presente no es más que una franja de eternidad, un aspecto puntualmente constatado y delimitado dentro de la totalidad. Y cuando nombramos en las cosas presentes sus aspectos de único, bueno, bello, verdadero… estamos delimitando en la cosa y en su presente, la bondad total, la belleza total, la verdad sin límites, la totalidad única, atemporal, infinita y trascendente que se refleja en cada una de esas cosas. Porque la totalidad nos transciende: es la trascendencia, la trascendencia transparente, Dios, que envuelve todas las cosas, “La transparencia, Dios, la transparencia” del clamor juanramoniano.

Lo contrario, la experiencia de lo que nombramos como maldad, falsedad, fealdad, desorden, caos… es el precio de nuestra imperfección esencial, que se pudre en la temporalidad de un presente limitado y sucesivo. Es la carencia de la Transcendencia, de Dios, de esa bondad, unidad, belleza, orden, que nos transciende en su totalidad, pero que podemos hacerlos presente en las cosas, por participación temporal y efímera (como las imágenes reflejadas en las paredes de la caverna de Platón) gracias a esa función divina, divinamente humana, del lenguaje y la palabra, el “Logos”. Palabra eterna, transpersonal, de la que derivan nuestras personales palabras delimitadoras de las cosas.

Desde estas premisas conceptuales, la muerte no existe ni consiste. Sólo se esfuma eso que nombramos y delimitamos como Yo, mi Yo, y que los demás llaman Tú, y que no es más que un aspecto de la realidad recortado y elaborado por el lenguaje. Pero queda la Totalidad.

Se diluye una ola, pero queda, eterno, el mar y el oleaje.

Fernando Jiménez H.-Pinzón

Fuente Fe Adulta

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“Ética de la esperanza, pero ¿qué esperanza?”, por Antonio Gil de Zúñiga,

Viernes, 19 de febrero de 2016
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bike-2Leído en Atrio:

En la web de Atrio, en esta última semana, se ha prodigado la palabra esperanza. Sin duda, es tiempo de ello. Estamos en Navidad, que es liberación y esperanza. Estamos a una semana después de unas elecciones generales, cuyos resultados señalan un camino de esperanza. Pero habría que preguntarse, ¿qué esperanza?

No me vale la virtud de la esperanza, como se ha enseñado tradicionalmente por la teología. Una esperanza demasiado escatológica y providencialista, que lo deja todo en mano de la resignación; aunque tampoco me vale la de E. Bloch, demasiado chata y telúrica, sin horizonte de Trascendencia. Creo que hay que aunar esa esperanza trascendente de la virtud cristiana y el “todavía no” blochiano transformador de la realidad y de la historia.

El territorio de la esperanza es el sufrimiento, el drama humano, como nos advierte A. Malraux en su novela La esperanza, quien, por medio de una prosopopeya, pone en boca de Madrid, acorralada y destrozada por los bombardeos del rebelde ejército franquista, una queja profunda y angustiosa contra Miguel de Unamuno: “¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?”. Esta situación se puede actualizar de muchas maneras: guerra de Siria, millones de desplazados; recortes sociales del gobierno del PP, millones de familias empobrecidas; y un largo etc. Es en el aquí y ahora donde ha de actuar la esperanza; tiene que mirar al futuro, próximo o lejano, pero desde la realidad sufriente del ahora. Tal vez no les falta razón a E. Lévinas y Rosenzweig para quienes la filosofía es ideología de la guerra al considerar unos elementos como esenciales (Dios, hombre, mundo) y despreciar otros como accidentes (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud). También TW Adorno se sitúa en esta línea al entender, por un lado, que “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el martirizado a aullar”, retractándose de algún modo de otra afirmación suya de que después de Auschwitz ya “no se podía escribir ningún poema”; y de otro, que ante el bárbaro e irracional Holocausto la propia metafísica ha quedado desarmada y paralizada, “porque lo que ocurrió le destruyó al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”. Es, pues, hora de que la esperanza tome la iniciativa y el ser humano recupere su propia identidad óntica, pues, siguiendo a Laín Entralgo, “el hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”.

Desde el punto de vista de la creencia la esperanza es el guía fiel que acompaña al hombre a la frontera de la finitud para entrar en el territorio de la trascendencia; donde ya no hay esperanza, porque el acontecimiento gozoso se hace patente. Se presenta, pues, al sujeto sub specie boni, colmando todos los anhelos insatisfechos y plenificando la finitud de la existencia humana. De ahí que el Ser trascendente sea el horizonte del “homo viator”,  que no es un ser acabado, perfeccionado, como mantiene la filosofía escolástica siguiendo a Aristóteles, sino un ser en proyecto, que deviene y se realiza cada día: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por lo tanto, en lo que aún no es!”, escribe Ortega y remata en otro lugar, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser”.

Así pues, el ser humano es un-ser-en-esperanza. Que es tanto como decir que está abierto al futuro, nota esencial de la esperanza. Es un proyecto en constante devenir que en su trayectoria diacrónica se va configurando y consolidando como ser humano. Es agente y responsable de su propio futuro, como individuo y como colectividad, y su tarea primordial es transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas. Se aproximan así esperanza y utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del hombre. El futuro será, pues, una realidad para todos; de que los demás van a estar conmigo y yo con ellos. Es la urgencia de la solidaridad. Pero conviene resaltar que a la realidad adversa se encara desde una posición erguida, de ahí el dicho de no meter la cabeza debajo del ala como el avestruz. A esto P. Tillich lo llamó “el coraje de ser”. Conseguir esa actitud erguida, factor importante en la evolución del primate al homínido, como gustaba repetir el biólogo Faustino Cordón, no fue cosa de unos días, sino de siglos. El primate pasó del bosque a la sabana, y para comer y poder defenderse de otros depredadores comenzó a erguirse, mantenerse de pie. Sin esta actitud de reto, de confianza desafiante, no es posible la esperanza.

El hombre es además un-ser-con-esperanza. Su existencia como historia se fundamenta en la confianza de su proyecto, un proyecto con futuro. Confiar es tanto como dar crédito a la realidad por más que esta realidad y este proyecto puedan atravesar campos minados que hagan peligrar la actitud desafiante del ser confiado. Con la mirada hacia delante, hacia el futuro. Es la sensación que muestra la sociedad española después de las elecciones del 20D, por más que Ortega nos diga que el español suele “hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre su porvenir”; o la actitud desafiante de algunos, demasiados, obispos españoles, que no respetan ni la libertad personal, ni la libertad de conciencia.

Pero la esperanza, tanto biográfica como histórica, no es otra cosa que el compromiso con la realidad, individual y colectiva; una realidad considerada sub specie boni, que implica armonía y felicidad para uno mismo y para los demás. El dato empírico es que la realidad del ser-ahí anhela su total transformación, como también la creación entera, según escribe Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos. Y es K. Marx quien pone las bases en la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Aquí está la clave de la esperanza, de la “pequeña esperanza” de Ch. Pèguy, ya que no es otra cosa que la consecuencia y el fruto de los comportamientos éticos del trabajo por la justicia, la libertad o la paz. No hay futuro esperanzador si no hay libertad, aunque vivamos en una democracia, pero las mayorías absolutas imponen absolutamente sus prioridades y su bienestar; aunque la Iglesia sea un espacio de libertad, pero nuestros jerarcas quieren imponer “su verdad”, ya que los laicos somos “un rebaño” sin capacidad de decisiones… El hombre es un “ángel fieramente humano”, diría Blas de Otero, pero con “grandes alas de cadenas”, tanto individual como colectivamente. No hay un futuro esperanzador si no hay justicia, o lo que es lo mismo, igualdad, ausencia de explotación del hombre por el hombre; en definitiva, ausencia de marginalidad y pobreza. No hay futuro esperanzador si no hay paz, ausencia de violencia que es la generadora de conflictos y de dolor humanos.

Esta es la formidable tarea de la “pequeña esperanza”. En otro lugar (Palabras para este tiempo, Madrid, 2012) le dediqué un soneto que, abreviándolo, dice:

Callada energía de la humana
existencia. No eres, pues, espera
en sala de espera sin ventana,
sino GPS robusto hasta la frontera

… Vacuna fiel contra la pesadilla
de la injusticia y la pobreza. Palma
en el desierto. Una aurora que brilla.

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“Espiritualidad sin templo”, por Antonio Gil de Zúñiga

Lunes, 18 de agosto de 2014
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aaapart_20Antonio Gil de Zúñiga, pofesor de IES, poeta y filósofo, se estrena como autor en ATRIO, pero no es un desconocido aquí. Su libro sobre Blas de Otero ya fue recensionado en ATRIO por Juan José Tamayo: Blas de Otero, poeta vasco y místico laico.

Sostiene Antonio Machado que la poesía es palabra esencial en el tiempo; otro tanto hay que decir de la espiritualidad, en cuanto actitud radical y relacional del ser humano con el Ser trascendente. Se puede decir que la espiritualidad es ante todo palabra, diálogo óntico de un ser que se siente profundamente religado con un Tú trascendente. Para X. Zubiri Dios no es una “realidad-objeto”, sino una “realidad-fundamento”, a la que el hombre ha de estar re-ligado, ya que “el hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser”.

 Pablo de Tarso expresa con vehemencia la religación en su discurso filosófico a los atenienses; en Dios “vivimos y nos movemos y existimos”(Hchos. 17,28). Este diálogo o palabra esencial implica una vivencia pletórica en el interior de la persona, que viene a ser el músculo cardíaco de la existencia. Pero creo que es importante añadir un tercer elemento que configura la espiritualidad humana y no es otro que la mirada; una mirada altiva de encarar de frente la historia; las “circunstancias” orteguianas que posibilitan el desarrollo y profundidad del yo. Escribe Laín Entralgo que ontológicamente el “ser de mi realidad individual se halla constitutivamente referido al ser de los otros”.

Estos son los ejes cartesianos de una espiritualidad sin templo; es decir, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret fue un judío laico, que vivió y murió como un judío laico. Llama poderosamente la atención que este dato nuclear en los evangelios apenas se enfatiza en la teología, en los tratados de espiritualidad o en los estudios sobre el Jesús histórico. John P. Meier en su voluminosa obra sobre el Jesús histórico apenas dedica unas líneas a Jesús como judío laico, centrándose, en cambio, en que es un judío marginal.

Ahora bien, Jesús, un judío laico, piadoso y cumplidor de la Torá, no necesita del templo para llevar a cabo su relación con el Tú trascendente; es más, tiene al templo en su punto de mira, porque para él su ideal como judío no es habitar en el templo, como recogen con frecuencia los poetas bíblicos: “Una cosa pido al Señor, y sólo eso es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal. 27,4). Ese ideal no es otro que compartir la suerte y el privilegio del sacerdote: habitar en el recinto sacro. Su proyecto, sin embargo, es más radical: “la destrucción del templo”, como se evidencia en el diálogo intenso con la samaritana, en el que Jesús ante la interpelación de la samaritana revela una verdad profundamente laica: “pero se acerca la hora, dice Jesús, o mejor dicho, ha llegado” (Jn. 4,23) en que ni en aquel monte próximo a la ciudad samaritana de Sicar ni en Jerusalén se adorará a Dios; o lo que es lo mismo, no son lugares exclusivos para relacionarse con Dios.

Si ahondamos en esta actitud de animadversión hacia el templo, podemos descubrir varias razones: a) del templo sale la ley (Is. 2,3). Una ley opresora, que se materializa en un laberinto de normas y ritos, como se pone de manifiesto en la “ley del sábado”. La ley emanada del templo pretende la alienación y el sometimiento y no la liberación integral del hombre y de la mujer. Jesús propone y realiza la desobediencia civil con su “ellos os dicen, pero yo os digo”. Para Jesús de Nazaret el templo no ha de ser un lugar de sacrificios, sino de la misericordia, y ésta es su “nueva ley”; b) el templo se ha pervertido, hasta el punto de que se ha convertido en “cueva de ladrones”. Ya no es un lugar de oración, sino de intercambios y trapicheos comerciales, donde impera, pues, la cultura del dinero, que tanto se rechaza en los textos evangélicos; c) es la “vivienda del sacerdote”, un hombre que con su status social vive ajeno a las necesidades y penurias de los demás: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo” (Lc. 10,30-31).

La espiritualidad de Jesús ahonda sus raíces fuera del templo, en un territorio, etimológicamente, profano; es, pues, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret se retira al desierto a orar y a otros lugares no oficiales, y no es miembro de la comunidad de los esenios. Siente profundamente su religación con el Padre, dialoga con él, se alimenta interiormente de esa relación íntima, pero vuelve al mundo, a la historia en la que se ha encarnado.

Sin embargo, esa espiritualidad laica ha sido secuestrada por el cenobio, por el “templo”, hasta el punto de que, cuando se habla de alguien que siente y vive la espiritualidad, se piensa automáticamente en que se trata de una persona que vive monacalmente o es miembro de alguna comunidad religiosa institucional. El monacato se impone de manera desmedida al proclamarse como paradigma único y excluyente de la espiritualidad y de la vida cristiana misma. Y así la vida del cristiano, toda entera, debe seguir las sendas monacales, incluida la sexualidad. El texto de san Anselmo lo ilustra por sí mismo: “La virginidad es oro, la continencia plata, el matrimonio cobre; la virginidad es opulencia, la continencia medicina, el matrimonio pobreza; la virginidad es paz, la continencia rescate, el matrimonio cautiverio…” El monacato, pues, ha impuesto sus reglas y sus ritos, en ocasiones asfixiantes para el espíritu; y como advertía H. Bergson ha desarrollado considerablemente la “mecánica”, pero no “la mística”, puesto que la espiritualidad viene a ser la mediación vehicular del hombre y de la mujer para ponerse en contacto con el Misterio.

Una espiritualidad basada en la “huida del mundo” no se puede considerar modélica para el cristiano (no ya para cualquier hombre y mujer). El diálogo con el Ser trascendente, que nos ha manifestado Jesús de Nazaret, empuja necesariamente a echar una mirada alrededor y una mirada compasiva y misericordiosa, como la del samaritano de la parábola. El diálogo trascendente, la fe, finaliza irremediablemente en la ética liberadora y compasiva. M. Fraijó, recordando que I. Ellacuría habla de la espiritualidad de hacerse cargo misericordiosamente de la realidad, nos deja este corolario: la mirada compasiva y misericordiosa es “un imperativo de la espiritualidad laica”.

Fuente Atrio

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