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Pensamientos

Viernes, 14 de julio de 2023
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“No lo buscarías si no lo hubieras ya encontrado”

“El hombre no es más que una caña, la más débil de todas, pero una caña que piensa.”

“Si no actúas como piensas, terminarás pensando como actúas.”

*

Blaise Pascal

***

"Migajas" de espiritualidad, Espiritualidad

Carta apostólica ‘Sublimitas et misericordia hominis’ sobre Blaise Pascal, un pensador genial y atento a los pobres

Viernes, 14 de julio de 2023
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IMG_2188Grandeza y miseria del hombre: la paradoja del pensamiento de Blaise Pascal

El Papa Francisco dedicó su Carta Apostólica ‘Sublimitas et miseria hominis‘ a la obra del filósofo y teólogo francés, en el cuarto centenario de su nacimiento

“Si Blaise Pascal es capaz de conmover a todo el mundo,es porque habló de la condición humana de una manera admirable. Sería engañoso, sin embargo, ver en él solamente a un especialista en moral humana, por muy brillante que fuera. El monumento formado por sus Pensamientos, algunas de cuyas fórmulas aisladas se han hecho célebres, no puede ser verdaderamente comprendido si se ignora que Jesucristo y la Sagrada Escritura son a la vez el centro y la clave”, señala el Papa en su carta apostólica

“Llegado a este punto, Pascal, que ha escudriñado con la increíble fuerza de su inteligencia la condición humana, la Sagrada Escritura e incluso la tradición de la Iglesia, pretende proponerse con la sencillez del espíritu de infancia como humilde testigo del Evangelio; es ese cristiano que quiere hablar de Jesucristo a los que se apresuran a declarar que no hay ninguna razón sólida para creer en las verdades del cristianismo. Pascal, al contrario, sabe por experiencia que lo que dice la Revelación no sólo no se opone a las exigencias de la razón, sino que aporta la respuesta inaudita a la que ninguna filosofía habría podido llegar por sí misma”

“Infatigable buscador de la verdad”, “pensador brillante”, “atento a las necesidades materiales de todos”, “enamorado de Cristo”, “cristiano racionalidad fuera de lo común” y de “inteligencia inmensa e inquieta”. Estas son algunas de las definiciones del filósofo y teólogo francés Blaise Pascal que el Papa Francisco ofrece en su Carta Apostólica Sublimitas et miseria hominis, escrita con motivo del cuarto centenario del nacimiento del hombre que también fue matemático y físico, y publicada hoy, día del aniversario.

“Grandeza y miseria del hombre”, explica el Papa, forman la paradoja que está en el centro de la reflexión y del mensaje de Pascal, que nació el 19 de junio de 1623 en Clermont, en el centro de Francia, y murió con sólo 39 años, el 19 de agosto de 1662, en París.

La antigua pregunta del alma: “¿Qué es el hombre?”

Desde niño y durante toda su vida, recuerda Francisco, “buscó la verdad” y con la razón “rastreó sus signos, especialmente en los campos de las matemáticas, la geometría, la física y la filosofía”. ” Realizó descubrimientos extraordinarios desde muy tierna edad”, pero no se detuva allí , y en un siglo de grandes progresos científicos, “acompañados de un creciente espíritu de escepticismo filosófico y religioso”, Blaise Pascal “se mostró como un infatigable buscador de la verdad”, siempre “inquieto”, atraído por “nuevos y más amplios horizontes”. Por eso no pudo acallar la antigua pregunta del alma humana, relatada por el salmista: “¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?”. “Una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada”, escribió en una meditación recogida en sus Pensamientos, un “conjunto de fragmentos publicados póstumamente, que son las notas o borradores de un filósofo impulsado por un proyecto teológico”.

No se cierra a los demás ni siquiera en la última enfermedad

Su actitud básica, según el Pontífice, es de “asombrada apertura a la realidad”, lo que le lleva a abrirse a otras dimensiones del conocimiento, pero también a la sociedad. Pascal, por ejemplo, ideó en París, en 1661, “el primer sistema de transporte público de la historia, los ‘Carruajes de cinco centavos’”. Y “ni su conversión a Cristo”,  “ni su extraordinario esfuerzo intelectual en defensa de la fe cristiana”, subraya el Papa Francisco, “lo convirtieron en una persona aislada de su época”. Tan atento a los problemas sociales que no se cerró “a los demás ni siquiera en la hora de su última enfermedad”.

Uno de sus biógrafos recoge estas palabras suyas, que, comenta el Papa, “expresan la etapa final de este camino evangélico”: “Si los médicos dicen verdad y Dios permite que salga de esta enfermedad, estoy resuelto a no tener más ocupaciones ni otro empleo del resto de mis días que el servicio de los pobres”. “Es conmovedor, escribe Francisco, constatar que, en los últimos días de su vida, un pensador tan brillante como Blaise Pascal no viera mayor urgencia que dedicar su energía a las obras de misericordia: «El único objeto de la Escritura es la caridad»”.

Acompaña nuestra búsqueda de la verdadera felicidad

El Pontífice, con su Carta, pretende “poner en evidencia lo que, en su pensamiento y en su vida, considero apropiado para estimular a los cristianos de nuestro tiempo y a todos nuestros contemporáneos de buena voluntad en la búsqueda de la verdadera felicidad”, porque Pascal, cuatro siglos después, “sigue siendo para nosotros el compañero de camino que acompaña nuestra búsqueda de la verdadera felicidad y, según el don de la fe, nuestro reconocimiento humilde y gozoso del Señor muerto y resucitado”.

Porque “habló de la condición humana de una manera admirable”, pero no sólo como especialista en costumbres humanas, sino como hombre que puso a Jesucristo y a la Sagrada Escritura en el centro de su pensamiento. En efecto, había llegado a la certeza de que, en palabras del filósofo, ‘no solamente no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo’. Se trata de una afirmación “extrema”, pero no doctrinal, que el Papa Francisco aclara en el documento.

Fuera del amor, “no hay verdad que valga la pena”

Pascal, “hombre de inteligencia prodigiosa”, se preocupó de hacer saber a todos que “Dios y la verdad son inseparables”, pero también que “fuera de los objetivos del amor, no hay verdad que valga”. “No hacemos un ídolo con la verdad misma, porque la verdad sin la caridad no es Dios y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar”. El Papa está convencido de que “la inteligencia y la fe viva de Blaise Pascal, quien quería demostrar que la religión cristiana es ‘venerable porque ha conocido bien al hombre’ y ‘amable porque promete el verdadero bien’, pueden ayudarnos a atravesar las oscuridades y las desgracias de este mundo”.

Una mente científica excepcional

Francisco recuerda la infancia de Blaise, que perdió a su madre cuando sólo tenía 3 años, con su padre, jurista y matemático, quien, para ocuparse solo de la educación de sus tres hijos (también de sus hermanas Jacqueline y Gilberte), trasladó a la familia a París cuando Blaise tenía 9 años. Y ya entonces demostraba sólo teoremas geométricos, incluso antes de leerlos en los libros. “En 1642, a los diecinueve años”, escribe el Pontífice, “inventó una máquina de aritmética, antecesora de nuestras calculadoras”. Así, Pascal “nos recuerda la grandeza de la razón humana y nos invita a utilizarla para descifrar el mundo que nos rodea”. Su “espíritu de geometría”, práctica confiada de la razón natural, “lo hacía solidario con todos sus hermanos en busca de la verdad, le permitirá reconocer los límites de la inteligencia misma y, al mismo tiempo, abrirse a las razones sobrenaturales de la Revelación”. En sus Pensamientos relata una paradoja: “Le ha costado tanto a la Iglesia demostrar que Jesucristo era hombre contra aquellos que lo negaban, como demostrar que era Dios; y las posibilidades eran igualmente grandes”.

Tenía la certeza sobrenatural de la fe

El amor apasionado de Pascal a Cristo y el servicio a los pobres, “no eran el signo de una ruptura en el espíritu de este discípulo audaz”, continúa el Papa Francisco, “sino el de una profundización hacia la radicalidad evangélica, una progresión hacia la verdad viva del Señor, con la ayuda de la gracia”. Tenía la certeza sobrenatural de la fe y “la veía tan acorde con la razón, aunque infinitamente superior a ella”, y sobre esto discutía animadamente con quienes no la poseían. A ellos, escribía, “nosotros sólo podemos dársela por razonamiento, en espera de que Dios se la dé por sentimiento de corazón”. Pascal admiraba la sabiduría de los antiguos filósofos griegos, pero subrayaba que “la razón por sí sola no puede resolver los interrogantes más elevados y urgentes”.

El tema del sentido integral de nuestra vida

El Papa recuerda que el tema que más interesaba al hombre de su tiempo y también de hoy es “el del sentido pleno de nuestro destino, de nuestra vida y de nuestra esperanza, el de una felicidad que no está prohibido concebir como eterna, pero que sólo Dios está autorizado a conceder”. En los Pensamientos encontramos el principio fundamental de que “la realidad es superior a la idea”, y debemos recordarlo, escribe Francisco, hoy que ” las ideologías mortíferas que continuamos padeciendo en los ámbitos económico, social, antropológico y moral mantienen a quienes las siguen dentro de burbujas de creencia donde la idea ha reemplazado a la realidad”.

Ante su miseria, el hombre busca la distracción

Hablando, siempre por paradoja, de la condición humana, Pascal recuerda, con realismo, según el Pontífice, que “hay una desproporción insoportable, por una parte, entre nuestra voluntad infinita de ser felices y de conocer la verdad; y, por otra, nuestra razón limitada y nuestra debilidad física, que conduce a la muerte”. Que “nos amenaza a cada instante” y que es “el final que espera a la vida más bella del mundo”. Por eso el hombre no puede “permanecer solo en sí mismo”, porque “su miseria y la incertidumbre de su destino son insoportables“. Debe distraerse, y de aquí se deduce ” “que a los hombres les guste  tanto el bullicio y el movimiento”. Lo hace con el trabajo, el ocio, las relaciones familiares o las amistades, pero también, por desgracia, con los vicios. Así experimenta su dependencia, su vacío y también el tedio, la tristeza y la desesperación.

El abismo de la condición humana sólo puede ser colmado por Dios

“Un abismo infinito” define el filósofo esta condición humana, que “sólo puede ser llenado por un objeto infinito e inmutable, es decir, por el mismo Dios”. El hombre es al mismo tiempo, para Pascal, ” Juez de todas las cosas, indefenso gusano, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y desecho del universo”. Opuestos irreconciliables para la razón humana. ‘Las grandezas y miserias del hombre son tan evidentes, leemos en Pensamientos, que es necesariamente preciso que la verdadera religión nos enseñe que hay algún gran principio de grandeza en el hombre y que hay un gran principio de miseria’. Es preciso además que nos explique esas asombrosas contradicciones”.

Así, Pascal, que ” ha escudriñado con la increíble fuerza de su inteligencia la condición humana, la Sagrada Escritura e incluso la tradición de la Iglesia”, para el Papa Francisco “pretende proponerse con la sencillez del espíritu de infancia como humilde testigo del Evangelio”. Es ese cristiano que “quiere hablar de Jesucristo a los que se apresuran a declarar que no hay ninguna razón sólida para creer en las verdades del cristianismo”, porque sabe “que lo que dice la Revelación no sólo no se opone a las exigencias de la razón, sino que aporta la respuesta inaudita a la que ninguna filosofía habría podido llegar por sí misma”.

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La experiencia mística de la “Noche de Fuego”

En la carta apostólica, el Papa analiza a continuación la experiencia mística de la “Noche de fuego” del 23 de noviembre de 1654, tan intensa y decisiva que Pascal la anotó en un pedazo de papel, el “Memorial”, que había cosido en el forro de su abrigo, y que fue descubierto después de su muerte. Define su encuentro por analogía con el experimentado por Moisés ante la zarza ardiente. “Sí, nuestro Dios es alegría”, comenta Francisco, ” y Blaise Pascal lo testimonia a toda la Iglesia y a todo el que busca a Dios”. “No es el Dios abstracto o el Dios cósmico”, escribe el filósofo y teólogo francés, sino que es “el Dios de una persona, de una llamada, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios que es certeza, que es sentimiento, que es alegría”.

Esa noche Pascal experimenta “el amor de este Dios personal, Jesucristo”, que lo lleva “por el camino de la conversión profunda y, por tanto, de la ‘renuncia total y dulce’”,  vivida el amor, al que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia”. Antes de esa noche, Pascal no duda de la existencia de Dios, lo que le falta, escribe Gouhier, “y lo que espera, no es un conocimiento sino un poder, no una verdad sino una fuerza”. Que le es dada, aclara el Pontífice, “por la gracia”.

Pascal y la razonabilidad de la fe en Dios

A continuación, el Papa Francisco cita a Benedicto XVI, quien recordó cómo ” la tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer contra la razón”, y Pascal está profundamente apegado a la “razonabilidad de la fe en Dios”. “Pero si la fe es razonable, también es un don de Dios y no puede imponerse: ‘No se demuestra que debamos ser amados sometiendo a método las causas del amor; sería ridículo’”, observa Pascal con la finura de su humor. Como recordaron los padres conciliares en la declaración Dignitatis humanae, Jesús dio testimonio de la verdad, pero “no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían”.

Conocemos la realidad no sólo con la razón, sino también con el corazón

Aunque la fe sea de un orden superior a la razón, aclara a continuación el Papa, “esto no significa ciertamente que se oponga a ella, sino que la supera infinitamente”. Leer la obra de Pascal, por tanto, “es ponerse en la escuela de un cristiano con una racionalidad fuera de lo común, que tanto mejor supo dar cuenta de un orden establecido por el don de Dios superior a la razón”. El filósofo analiza también la “inteligencia intuitiva”, que está conectada con lo que llama “corazón”: “Conocemos la verdad -escribe- como el hecho de que el Dios que nos hizo es amor, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se encarnó en Jesucristo, que murió y resucitó para nuestra salvación, no se pueden demostrar por la razón, pero pueden ser conocidas por la certeza de la fe, y pasan entonces del corazón espiritual a la mente racional, que las reconoce como verdaderas y puede a su vez exponerlas”. Pascal, subraya a continuación el Pontífice, “nunca se resignó a que algunos de sus hermanos en humanidad no sólo no conocieran a Jesucristo, sino que desdeñaran tomarse en serio el Evangelio”, y establece, escribe, “una gran diferencia entre los que se afanan con todas sus fuerzas por conocerlo, y los que viven sin preocuparse ni pensar en ello“.

La disputa teológica entre Jansenistas y Jesuitas

Para concluir, el Papa Francisco analiza la relación de Pascal con el jansenismo. Recuerda que Jaqueline, una de las hermanas, había entrado en la vida religiosa en Port Royal, “en una congregación cuya teología estaba fuertemente influenciada por Cornelius Jansen”. Y que Pascal fue a hacer un retiro a la abadía de Port Royal. Cuando, en los meses siguientes, surgió en la Sorbona una importante controversia, que oponía a los jesuitas con los “jansenistas”, sobre la cuestión de la gracia de Dios y sobre la relación de la gracia con la naturaleza humana, en particular con el libre albedrío, el filósofo, que no era partidista, recibió el encargo de los jansenistas de defenderlos. Lo hizo, entre 1656-57, publicando dieciocho cartas, conocidas como Provinciales. El Papa comenta que algunas de sus afirmaciones, relativas, por ejemplo, a la predestinación, tomadas de la teología del último San Agustín, “no parecen correctas”.

La justa crítica al pelagianismo

Pero añade que “al igual que san Agustín había tratado de combatir a los pelagianos en el siglo V, que afirmaban que el hombre puede, por sus propias fuerzas y sin la gracia de Dios, hacer el bien y salvarse, Pascal pensaba sinceramente estar atacando entonces al pelagianismo o semipelagianismo, que creía identificar en las doctrinas seguidas por los jesuitas molinistas” (llamados así por el teólogo Luis de Molina). “Reconozcámosle la franqueza y la sinceridad de sus intenciones” es la invitación de Francisco. Que no quiere “volver a abrir la cuestión”, pero subraya que “la justa advertencia en las posiciones de Pascal sigue siendo válida para nuestro tiempo: el neo – pelagianismo, que haría depender todo ‘del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales’” nos intoxica “con la presunción de una salvación ganada con nuestras fuerzas”. Y que la última posición de Pascal, antes de su muerte, respecto a la gracia, “y en particular al hecho de que Dios ‘quiere que todos los se salven y lleguen al conocimiento de la verdad'” es “perfectamente católica”.

El deseo de morir en compañía de los pobres

Finalmente, cuando compuso su magnífica Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades, en 1659, “Pascal era un hombre pacificado, que ya no se dedicaba a la polémica, ni tampoco a la apologética”. Estando a punto de morir, escribe su biógrafo, “ tenía un gran deseo de morir en la compañía de los pobres”. Después de recibir los Sacramentos, sus últimas palabras fueron: “«¡Que Dios no me abandone jamás!”. El deseo del Pontífice es que “su obra luminosa y los ejemplos de su vida, tan profundamente sumergida en Jesucristo”, nos puedan ayudar a seguir hasta el final el camino de la verdad, la conversión y la caridad”.

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Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad , , , , , , , ,

Pasión

Sábado, 29 de agosto de 2020
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“La pasión no puede ser bella

sin exceso.

Cuando no se ama demasiado,

no se ama lo suficiente”.

*

Blaise Pascal

***

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Trabajo…

Lunes, 14 de mayo de 2018
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Del blog Nova Bella:

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Toda la desdicha de los seres humanos

procede de una sola cosa,

que es no saber quedarse descansando

en una habitación.

*

Blaise Pascal

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Dar

Jueves, 1 de marzo de 2018
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La felicidad es un artículo maravilloso:

cuanto más se da,

más le queda a uno.

*

Blaise Pascal

***

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Sobre la Afectividad…

Martes, 13 de enero de 2015
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09c7a7_faf2be4cbc524f44a23ee5144daaaf3b.jpg_srz_p_481_403_75_22_0.50_1.20_0.00_jpg_srzEl hermano En arjé ha comenzado una serie de posts en el Foro, que creo merece la pena traer a la página web:

¿Qué es la afectividad?

Desde la razón pura se nos respondería algo similar a esto: la psicología usa el término afectividad para designar la susceptibilidad que el ser humano experimenta ante determinadas alteraciones que se producen en su entorno.

Peeeero… Aquí entran en juego las emociones y los afectos, ¿no?

Y, ¿cómo entran estas experiencias exteriores a nuestro interior? A través de “nuestro cuerpo físico”. ¿No? Por tanto, el cuerpo es el vehículo privilegiado de nuestras experiencias. Nuestra realidad física es nuestro vínculo con nuestro mundo, con el Mundo y forma parte de él. Formamos parte del Mundo. Tanto el Mundo como el Ser-humano (con su cuerpo incluído) somos imagen de Dios. Nuestro cuerpo forma parte de nosotros, no es malo, ni siquiera será rechazado el día de la Resurrección final, pues nuestro Señor no resucitó sin él. Como vemos, no siempre los dogmas de fe son malos.

Pues entonces, a parte de la “razón” (que sabe mucho), habrá que preguntarle también al “corazón” qué es lo que dice.

Pero con el corazón hemos topado. ¡Ah, amigo! Nos encontramos con ese gran desconocido y conocido a la vez. Con esa dimensión humana que está ahí, constantemente funcionando, recibiendo información y queriendo expresarse. Lo oímos, pero no lo escuchamos. No. Mejor dicho, no le dejamos hablar ni expresarse. En vez de escuchar y expresar lo que nuestro corazón nos dice, nos emperramos en traducir nuestras emociones y afectos con el lenguaje de la razón. Y ahí ya hemos metido la pata. Porque entonces, es como si quisiésemos hacerle decir al corazón lo que la mente quiere decir. Y no. No es así. Aquella frase famosa de Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, y algo similar que decían los medievales (la Escuela de san Víctor), va por ahí.

La razón es mecánica, automática, sistemática, de predominancia occidental, juiciosa (en el buen y en el mal sentido), condenatoria, lógica, numérica, consecuente, controladora, busca respuestas exactas y demostrables, empírica, científica, se expresa en el lenguaje hablado y escrito.

El corazón es más contemplativo; de predominancia oriental; no tiene mapas ni sistemas determinados; no razona sino que intuye; no habla por la boca en palabras, sino que imagina; no se expresa exclusivamente en el lenguaje escrito, sino que usa el lenguaje artístico; lo musical, lo tridimensional lo acompañan…

Desde los tiempos antiguos hasta hoy, nuestra dimensión racional, nuestra mente ha estado castigando a nuestro cuerpo y a nuestro corazón. Aquel ejemplo del mito del “Caballo alado” del Fedón de Platón, en el que la razón tiene que castigar con el látigo al caballo negro que son los afectos (el corazón), para “guiarlo”. Las autodisciplinas corporales, la letra con sangre entra, el no reconocer nuestros valores para no caer en soberbia o vanidad, el no mirarnos al cuerpo, los saludos distantes, los abrazos secos, los besos de judas, no decir lo que sentimos por si piensan no-sé-qué o se ríen de mí, y así un largo etc.

Hemos crecido así. Y no sabemos hacerlo de otra manera, porque no nos lo han enseñado. Y siempre que sentimos algo, tenemos que cribarlo por la razón, para establecer un juicio sano sobre esos sentimientos. Y, ¿para cuándo al revés? Lo que nuestro corazón nos dice o intenta decir, ¿siempre es perjudicial para el resto de la persona? ¿No somos los cristianos los abanderados de la religión del Amor? ¿Dónde queda la verdadera devoción al Corazón (humano y divino) de Jesús, si lo del corazón es malo?

Los autores de la filósofía clásica pensaban así, pero también es cierto que hablaban (Aristóteles) de que la virtud residía en un término medio (“in medio virtus”). Por tanto, de la mano de ellos mismos podríamos sostener lo siguiente: “la razón, como encargada de las valoraciones y las medidas, puede ayudar a discernir al corazón para que éste no cometa atrocidades, ni se deje engatusar fácilmente por los fuertes sentimientos sin saber tomar cartas en el asunto de manera serena y con criterio, y así no sufrir. Al mismo tiempo el corazón, con su dimensión intuitiva, trascendental y misericordiosa debe decirle a la razón lo que ella no sabe, pero que éste ha aprehendido a través de las vivencias, las emociones y los sentimientos. El corazón puede ayudarle a la mente a quitar prejuicios, a pensar con el corazón y no sólo con la lógica, que las personas no somos ecuaciones de segundo grado, ni raíces cuadradas, ni súbditos que cumplen dogmas así sin más. Sino seres vivos semejantes a Dios“.

viewimage_story.phpPero, ¿cómo escucha la mente al corazón? En el silencio interior. En la contemplación, porque contemplar significa que los juicios de la razón no participan, se quedan suspendidos, como entre paréntesis. Solo haciendo silencio podemos escuchar a nuestro corazón. ¿Por qué no lo experimentamos? San Buenaventura hablaba del corazón como el tercer ojo, el ojo de la contemplación, el que nos lleva a las realidades trascendentales, las que superan la lógica formal, es decir, las que la razón no entiende. Y no digamos ya la del año teresiano, la Santa Madre, que se recogía en su oración suspendiendo las potencias del alma (persona): la memoria (razón), el entendimiento (corazón) y la voluntad (obras, experiencia); y no era tonta.

Tenemos que aprender a educar el corazón, la mente y el cuerpo. Pero no por encima de las demás dimensiones humanas, sino en su lugar correspondiente. Tenemos que caminar hacia una espiritualidad más integral, más sana y sanadora, más humanizadora, donde TODO entre en juego, donde todo se valore. No sé si lo de la Nueva Evangelización no tendría que ver con esto.

Muchos de nuestros sufrimientos se provocan en nosotros, o nos los provocamos nosotros, por no asimilar e integrar bien, porque hay un desequilibro en nuestra vida, porque algo no funciona bien, porque no estamos a gusto con algo o alguien. No hemos nacido para sufrir, aunque haya dolor, sino para aprender a vivir en medio de lo que venga. Sin miedo. Queriéndonos, a nosotros mismos y a los demás.

Besos y abrazos para tod@s.

En arjé.

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“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014
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14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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“Creer (I)”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 5 de mayo de 2014
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13851118375_ba328b1ee9_mDe su blog Juntos Andemos:

El autor de la primera carta de Pedro escribió: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado». Desde los orígenes cristianos, el amor y la alegría son dos señales de la fe. Una fe que se remonta a tiempos anteriores y se proyecta a todos los futuros, porque la fe no tiene edad.

Agar, Tomás, Teresa de Jesús, Pascal, Edith Stein, García Morente, Simone Weil… Tantos creyentes diversos aparecen unidos por una experiencia profunda, marcada con esas dos señales. Vivida de diferentes maneras, en tiempos distintos, en culturas lejanas las unas de las otras, todos ellos firman una experiencia única, íntima e intransferible que, a la vez, les ha llevado a la salida más profunda de sí mismos: la certeza de la presencia del Viviente.

Todo parece indicar que no hay ninguna situación vital que impida o bloquee la posibilidad de descubrir a Dios. Ni ser un huido o expulsado, ni tener un pasado turbulento o un presente ambiguo. Tampoco el escepticismo, la ocupación o el sexo, ni la pertenencia a un estrato social u otro. Nada resulta para Dios una traba, salvo el rechazo expreso a la luz. Porque, como dice Teresa, «Él no ha de forzar nuestra voluntad» pero «da siempre oportunidad, si queremos».

Al comienzo de la historia de la fe, una mujer hace una conmovedora confesión: «¡He visto al que me ve!». Son las palabras de Agar, la esclava de Sara, mujer de Abraham. Agar, ni siempre inocente ni merecedora de repudio, fue primero una fugitiva y después una expulsada, pero Dios se hizo presente en su penuria y ella le reconoció como Aquel «que vive y me ve».

Del Génesis al evangelio de Juan, los siglos corren y la experiencia de fe se repite. Con el apóstol Tomás, por ejemplo, que puede ser figura de los ausentes, los que llegan tarde o no están en el momento clave; imagen de quienes han perdido la oportunidad.

Es, también, un recordatorio del Dios que busca a los desencaminados y desorientados, a los que no han podido llegar, cualquiera que sea la causa. Porque para Él, todos están invitados. «Mirad que convida el Señor a todos»… y «si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar». Así lo dirá Teresa.

Tomás no deseaba cegarse, todo lo contrario. De él, decía Julián Marías, que podría muy bien ser el patrón de los filósofos, porque su actitud intelectual es irreprochable: «Pide la evidencia, y cuando la halla, la acoge con total entusiasmo y adhesión». Y su entrañable profesión de fe, ¡Señor mío y Dios mío!, ha sostenido la oración de muchos creyentes.

Tomás vio de golpe. En un instante, la presencia de Jesús se iluminó para él. A veces es así: un instante abre los ojos; «pasa en un momento» –dice Teresa–. Otras, es un largo despertar, «se entiende despacio… cuando anda el tiempo, por los efectos». Pero al fin, se puede ver y reconocer que es Jesús mismo «el que da vida… y anima para vivir por Él».

No cabe esperar que Dios se muestre a todos del mismo modo o por un mismo camino y, menos aún, que la vida se defina de la misma manera. Aunque una larga tradición viva confirma que cuando hay un encuentro auténtico con Dios, se dan señales inequívocas.

Teresa dirá: «El temor de Dios también anda muy al descubierto, como el amor; no va disimulado aun en lo exterior». Ante el misterio, el corazón se inclina y adora –de eso habla el temor de Dios–, y el amor pide salir hacia todo lo que rodea. Como sucedió a los discípulos al reconocer a Jesús: con su Espíritu, salieron a compartir la Buena Noticia.

Volviendo a los amigos de Tomás, es fácil ver qué próximos estaban a él. De Juan, dice el evangelio, que «vio y creyó». Los apóstoles, que estaban asustados y encerrados, «al verle, se llenaron de alegría» y, solo entonces, reconocieron a Jesús vivo. Y, según Marcos, cuando María Magdalena dijo que Jesús «vivía y que le había visto, se negaron a creer».

Tomás no fue muy diferente de todos ellos, en verdad. Tampoco aquellos discípulos «entristecidos, torpes y cerrados», que no vieron hasta que Jesús les iluminó el corazón. Teresa dirá de ella misma que «hasta que el Señor la dio la luz», su alma estaba ciega.

La paz es el saludo con el que Jesús resucitado se acerca a Tomás. Antes de abrir los ojos de su corazón, le da la confianza necesaria y la seguridad interior. También la paz acompaña la visión del Resucitado relatada en el Apocalipsis: «No temas… yo soy el que vive».

Es la experiencia de Agar en el desierto de Berseba, donde el Compasivo «le abrió los ojos» para salvarse, y le dijo: «No temas». Y será la de Teresa en su encuentro con el Cristo vivo: «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas». Una y otra vez será a través de la paz y la confianza como ella verá al que le mira: «Mira mis llagas. No estás sin mí».

Con muchos otros creyentes a lo largo de la historia, Teresa ha podido decir: ¡Señor mío y Dios mío! ¿Cómo vieron? ¿Qué les sucedió? Es posible entender con todos ellos la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto», y acercarse al misterio para «ver», de una manera que «no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero».

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Recordatorio

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