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“El fundamentalismo de derechas crece”, por José Mª Castillo

Martes, 23 de octubre de 2018
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45204844411_125723e2bb_zDe su blog Teología sin censura:

El conocido sociólogo Anthony Giddens, director de la London School of Economics, publicó en 1999 un pequeño libro de divulgación (“Un mundo desbocado”), en el que analiza algunas cuestiones de actualidad. Y uno de los asuntos que estudia es el del “fundamentalismo.

Un tema de actualidad. Porque el integrismo de derechas está cobrando fuerzas en la sociedad, en la política, en la religión y en otros ámbitos de la vida. Baste pensar lo que está ocurriendo en Italia, Hungría, Polonia, Austria, Suecia, EE. UU., Brasil, etc.

¿Por qué se presentan situaciones o momentos, en la historia, en los que el fundamentalismo da la cara con especial vigor y encuentra más acogida en amplios sectores de la sociedad? Sin duda alguna, un factor determinante del fundamentalismo es la “inseguridad”. La gente quiere sentirse segura. Pero ocurre que, ahora mismo, en este mundo casi todo está cambiando tanto y a tal velocidad, que cada día y por motivos muy diversos, son muchas las personas y los grupos humanos que se sienten inseguros y con miedo, sobre todo cuando miran al futuro.

Como es lógico, en estas situaciones, aumentan los miedos, Y, con los miedos, crece también la inseguridad. Se producen así las condiciones ideales para que, quienes pueden ofrecer motivos de seguridad a la gente, saquen tajada y hagan “su agosto”. Por eso, de tiempo en tiempo, aparecen dictadores o gobernantes que dominan a los pueblos y a las gentes, que se les someten con un entusiasmo que no es fácil entender.

Un ejemplo elocuente, en este orden de cosas, puede ser lo que ocurrió en la Alemania de la segunda guerra mundial. Un país en el que existió un cristianismo que hizo posible Auschwitz, o al menos no lo impidió. No hubo una protesta, una resistencia general de los cristianos en Alemania cuando Auschwitz se hizo visible, ni cuando se conoció más y más lo que allí ocurría. La mayoría de aquellos alemanes e incluso no pocos de aquellos facinerosos habían recibido durante años clases de religión cristiana, asistían con frecuencia al culto divino y escuchaban sermones e instrucciones morales (Thomas Ruster). Y nadie dijo ni pío. O pocos fueron los que se atrevieron a protestar. Es evidente que el miedo a la inseguridad sellaba las bocas. Es un ejemplo entre tantos otros, algunos de los cuales los tenemos aquí, entre nosotros.

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿qué es y en que consiste el “fundamentalismo”? Guiddens ha encontrado una fórmula acertada: fundamentalismo es “tradición acorralada”. Y lo explica: el fundamentalismo “no tiene nada que ver con el ámbito de las creencias, religiosas o de otra clase. Lo que importa es cómo se defiende o sostiene la verdad de las creencias”. Ya sean creencias políticas, religiosas, sociales…

Si el “fundamentalismo” es “tradición acorralada”, no olvidemos que acorralado se ve el que se siente “encerrado y sin escapatoria”. ¿Por qué ahora mismo, en la Iglesia, en el Vaticano, hay gente importante que no soporta al papa Francisco? ¿Por qué los que no lo soportan son los fundamentalistas, los más fieles a su tradición, los que sostienen sus creencias como defendían las suyas los fariseos que se enfrentaron a Jesús?

Es evidente que tanto la derecha como la izquierda se sienten más seguras en la fidelidad a las tradiciones de antaño que aceptando los cambios que más necesita el “mundo desbocado” en que vivimos. Cambios que nos exigen ser “ciudadanos del mundo” antes que fundamentalistas aferrados a tradiciones que ya han perdido su razón de ser.

La cosa está clara. En estas condiciones, el fundamentalismo de la derecha crece con fuerza entre las gentes que hoy se sienten más inseguras. Porque los cambios, que se nos imponen, es al fundamentalismo al que ponen más nervioso. A fin de cuentas, es el fundamentalismo el que se siente más inseguro.

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“La crispación en que vivimos”, por José Mª Castillo

Viernes, 17 de agosto de 2018
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44016623541_bb7773eb5c_zDe su blog Teología sin Censura:

“El problema es que nos hemos deshumanizado”

No es fácil analizar y explicar, al detalle y hasta el fondo, lo que nos está pasando, desde no hace mucho, en España, en Europa, por todo el mundo. No me refiero, ni sólo ni principalmente, a la crisis económica. Aunque, por supuesto, los problemas relacionados con la gestión de la economía tienen mucho que ver con lo que estamos viviendo. Pero el problema más preocupante, ahora mismo, está en otra cosa.

Me refiero a la experiencia de “crispación colectiva” que estamos viviendo. Ya he dicho que esto tiene mucho que ver con la economía. También con la política. Y mucho, tal como están las cosas en este momento. Por otra parte, el cambio de cultura y de costumbres, que estamos viviendo, es tan rápido y tan profundo, que no acertamos a entender lo que nos está ocurriendo. Todo esto, como es lógico, produce malestar, inseguridad, crispación…

Pero me da la impresión de que hay otros factores, en este momento, que son determinantes para ponernos más nerviosos o quizá más crispados. Ahora mismo tenemos el problema de los inmigrantes. Europa supo formular la declaración universal de los “Derechos Humanos”. Y ahora mismo Europa, por mantener a toda costa su alto nivel de bienestar, no duda en quebrantar, en cosas muy fundamentales, esos “derechos”, que ella misma declaró y difundió por todo el mundo.

El hecho es que las cosas han venido rodadas de manera, que, ahora mismo nos vemos metidos de lleno – quizá sin darnos cuenta – en un “fundamentalismo”, que no sabemos definir, ni tenemos conciencia de lo que nos está pasando, ni por tanto acertamos a salir de este callejón sin salida.

Hablo de “fundamentalismo”, que no es ni fanatismo, ni autoritarismo. El fundamentalismo es vuelta a las fuentes, a los orígenes, a lo más auténtico. Recuperar nuestra verdadera y única autenticidad. Por eso, cuando en este asunto tan básico, nos vemos amenazados, entonces es cuando se encienden todas las alarmas. Y el fundamentalismo se pone en marcha.

De ahí que, con toda la razón del mundo, el conocido sociólogo Anthony Giddens ha definido el “fundamentalismo” como “tradición acorralada”. Lo estamos sintiendo en nuestras carnes. Cuando cada día nos enteramos de que Asia y África se nos vienen encima – lanchas, pateras, barcos sobrecargados de cientos de personas…, como les pasa a los norteamericanos con las gentes de la América hispanoparlante – quisiéramos levantar murallas para protegernos de los invasores. Los que nos invaden porque vienen huyendo de las guerras que nosotros hacemos posibles con nuestro gran negocio de la venta de armamentos, la compra del coltán para que sigan funcionando nuestros móviles, el gas, el petróleo, la madera, los metales preciosos… ¿qué sé yo?

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Así las cosas, ¡por lo que más quieran!, que no nos engañen los políticos, ni sus técnicos, ni sus medios de comunicación. El problema está en que nos hemos “deshumanizado”. Y la “humanización”, a fondo y para todos, nos da miedo. ¿No tendría que ser un “proyecto global”, en este sentido, lo que más nos debería preocupar y lo primero que tendríamos que hacer?

¿Qué esto es una utopía? Ya lo sé. Pero también estoy seguro de que la más peligrosa y la más inútil de todas las utopías es la que consiste en un mundo sin utopía. Un mundo así, se convertiría inmediatamente en una momia.

A fin de cuentas, por lo que ha sido mi profesión y mi vida, según mis creencias religiosas, los cristianos decimos que Dios, para salvar al mundo, se humanizó. Pues eso digo yo. De la “tradición acorralada” no nos saca nada más que lo que nos sacó de las manadas de chimpancés: nuestra “condición humana”. Esto es lo que más nos urge a todos: ser profundamente humanos.

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“La tarea de la Iglesia en este momento”, por José Mª Castillo, teólogo

Sábado, 26 de mayo de 2018
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dibujo-1_pequeoEs un hecho que estamos viviendo un tiempo demasiado convulso, inseguro, incierto. No hablo sólo de España. Me refiero a la cantidad de malas noticias que nos llegan a todas horas. Hasta el extremo de que cuando el progreso científico, tecnológico, industrial es mayor, también es mayor el desorden, el miedo, la inseguridad y, sobre todo, el sufrimiento que tienen que soportar millones de seres humanos, en este “mundo desbocado”, como lo definió el conocido sociólogo Anthony Giddens, al referirse al hecho patente de la “globalización”.

Así las cosas, yo me pregunto ¿cuál tendría que ser la tarea principal de la religión y, por eso, de la Iglesia en este momento?

Está visto que no basta con mantener las prácticas religiosas, las ceremonias sagradas, las normas y costumbres de siempre. Todo eso, hasta ahora, no ha servido para hacer más soportable – y menos aún para mejorar – la vida tan desagradable que la mayoría de la humanidad tiene que aguantar. Y hablo, no sólo de los pobres. De sobra sabemos que las clases medias se van debilitando y hasta los privilegiados de la sociedad se ven enfrentados a problemas y situaciones que, hace tan solo unos años, no se podían imaginar.

Insisto en lo que he dicho. La religión que se limita a perpetuarse no arregla este mundo. ¿Qué hacer, entonces?

Desde hace unos años, le vengo dando vueltas al proyecto en torno al “humanismo”, la “humanización” o simplemente la “humanidad”. Sobre estos temas, he publicado varios libros. Que me parece que son provechosos para no pocas personas. El cristianismo enseña que, para salvar al mundo, Dios “se humanizó”. Eso, y no otra cosa, es lo que los cristianos llamamos el Misterio de la Encarnación. Pero ¿basta con eso?

Hace poco más de dos años, el profesor Yuval Noah Harari, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, publicó un libro que se ha hecho famoso rápidamente: Homo Deus. Breve historia del mañana (Barcelona, Penguin, 2016). En este libro se propone el ideal del “humanismo. Pero el mismo autor reconoce los defectos que entraña este proyecto. Lo podemos ver “en las salas de los hospitales geriátricos. Debido a una creencia humanista intransigente en la sacralidad de la vida humana, mantenemos a personas con vida hasta que llegan a un estado tan lamentable que nos vemos obligados a preguntar: “¿Qué es exactamente tan sagrado aquí??” Debido a creencias humanistas similares, es probable que en el siglo XXI empujemos a la humanidad en su conjunto más allá de sus límites. Las mismas tecnologías que pueden transformar a los humanos en dioses podrían hacer también que acabaran siendo irrelevantes. Por ejemplo, es probable que ordenadores lo bastante potentes para entender y superar los mecanismos de la vejez y la muerte lo sean también para reemplazar a los humanos en cualquier tarea”.

Entonces, ¿qué tarea tenemos ante nosotros? Sin duda alguna, ante todo, remediar el sufrimiento, hacer más soportable esta vida, ser más humanos y buenas personas. Eso – en lo que pueda cada cual – está a nuestro alcance. ¿Por qué el Papa Francisco es un hombre tan importante, en un mundo que es cada día menos religioso? Sencillamente, porque en este Papa se juntan dos cosas, que están al alcance de todo el que se proponga hacerlas suyas y llevarlas adelante: 1º. Ser profundamente humano sobre todo con los más débiles y desgraciados. 2º. Ofrecer y contagiar esperanza. Una esperanza que quizá no sabemos definir. Pero es esperanza. Y la esperanza amplía siempre el horizonte del futuro.

A mí me parece que ésta es la tarea más importante de la Iglesia en este momento. ¿Qué no lo resuelve todo? Por supuesto. Pero, en todo caso, lo que no resuelve nada (o empeora las cosas) es quedarnos como estamos. O, a lo más, dedicarnos a discutir sobre el sexo de los ángeles.

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“Los problema teológicos de la familia, ¿son dogmas de fe?”, por José Mª Castillo

Lunes, 12 de enero de 2015
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Dios es FamiliaDe su blog Teología sin Censura:

(Conferencia en el Centro Cultural “Francisco Suárez”, de Granada).- 1. Cuando hablamos de la “familia”, ¿de qué hablamos? Para comprender la hondura y la importancia del problema, que aquí afrontamos, hay que tener en cuenta, ante todo, que la familia es: 1) Una unidad económica: la transmisión de la propiedad (los bienes, el patrimonio) ha sido, durante siglos, la base principal del matrimonio (Anthony Giddens, Un mundo desbocado, Madrid, Taurus, 2000, 67-68). 2) Una unidad jurídica: los deberes y los derechos de los padres, de los hijos, y de las relaciones que deben mantener, han necesitado y han justificado una serie de leyes y las consiguientes dependencias respecto al poder judicial. 3) Una unidad de relaciones emocionales: relaciones entre los cónyuges, entre los padres y los hijos, entre los hermanos….

Pero aquí es de suma importancia señalar que, en la Europa medieval (y todavía en muchas culturas) el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía florecer. La desigualdad de hombres y mujeres era intrínseca a la familia tradicional. En Europa las mujeres eran propiedad de sus maridos. Y esto se extendía, por supuesto, a la vida sexual. Durante gran parte de la historia, los hombres se han valido de amantes, cortesanas y prostitutas. Los más ricos tenían aventuras amorosas con sirvientas. Eso sí, los hombres tenían que asegurarse de que sus mujeres fueran las madres de sus hijos.

4) Una unidad para la procreación: ya que el matrimonio y la familia constituyen normalmente el medio que, mediante la generación, perpetúa la especie y, sobre todo, socializa a los recién nacidos integrándolos en la sociedad.

2. Problemas teológicos de la familia

Cuando en este conjunto de problemas (propiedad, derecho, sexo, generación, educación…) entra la religión y se mezcla con tales problemas, a esos problemas se suma un elemento añadido, de enorme importancia (para bien o para mal) porque toca donde nadie más puede tocar, en la intimidad de la conciencia, allí donde uno se ve a sí mismo como una persona honrada o, por el contrario, como un indeseable, un despreciable, una mala persona. Todos los problemas que entran en el enorme bloque de la “bio-ética” están condicionados, en gran medida, por esta intromisión del hecho religioso en la institución familiar.

Esto supuesto, la pregunta que se plantea es la siguiente: los llamados “problemas teológicos de la familia”, ¿son problemas que afectan a nuestra fe cristiana? Y por tanto, si un creyente está en desacuerdo con las soluciones “oficiales”, que se les suelen dar a esos problemas, ¿es por eso un mal creyente o incluso un hereje? Dicho de otra forma, ¿se puede disentir de las soluciones “oficiales”, que se suelen dar a los problemas relativos al matrimonio y a la familia, sin ser por eso un mal cristiano que pone en serio peligro su fe y su amor a la Iglesia?

3. Dogma de Fe

En la Iglesia se entiende por “Dogma de Fe”, “una proposición objeto de fe divina y católica” (K. Rahner-H. Vorgrimler, Diccionario Teológico, Barcelona, Herder, 1966, 185). Esta afirmación se basa en la definición que, en 1870, hizo el concilio Vaticano I: “Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ya sea por juicio solemne, ya sea por su magisterio ordinario y universal” (Denzinger-Hünermann, 3011). Por tanto, para que una verdad sea Dogma de Fe, en esa verdad tienen que darse dos elementos esenciales: 1º) Tiene que ser una verdad que ha sido revelada por Dios. 2º) Tiene que ser una verdad que el Magisterio de la Iglesia propone como revelada por Dios. Si falta uno de estos dos elementos esenciales, no hay (ni puede haber) un Dogma de Fe. La negación (o la puesta en duda) de una verdad determinada, que no reúna los dos elementos mencionados, no puede ser nunca una herejía.

De lo dicho se sigue que todo lo que no son “dogmas de fe”, son por eso mismo cuestiones de las que se puede disentir. Serían, por tanto, “quaestiones disputatae”, según la denominación que les daba a estas cuestiones la teología escolástica medieval. Es decir, serían cuestiones que siempre pueden estar sometidas a la duda, a la discusión, incluso al disenso.

4. Los problemas relativos a la familia, ¿son Dogmas de Fe?

Ante todo, tenemos presente que una verdad teológica es “Dogma de Fe” cuando esa verdad ha sido revelada por Dios (en la Biblia o en la Tradición) y cuando, además de eso, tal verdad ha sido propuesta por el Magisterio de la Iglesia como una afirmación de Fe que ha de ser aceptada y creída como Dogma. Por tanto, no basta preguntarse si tal problema concreto (relativo al matrimonio o a la familia) se encuentra en la “revelación civina”. Además de eso, tiene que estar fuera de duda que esa verdad ha sido propuesta por el Magisterio infalible como Dogma de Fe.

Ahora bien, no existe ninguna afirmación teológica, relativa al matrimonio o a la familia, que reúna los dos elementos mencionados. Concretamente, el tema de la ley natural (al que suelen apelar los documentos eclesiásticos cuando se refieren a la familia) aparece, por primera vez, en el Magisterio solemne de la Iglesia, en la Declaración “Dignitatis Humanae” sobre la libertad religiosa, del concilio Vaticano II, en 1963. El tema de la indisolubilidad del matrimonio se menciona por primera vez, en un documento pontificio, en la Encíclica “Arvanum Divinae Sapientiae”, de León XIII, en 1880. El tema de la homosexualidad fue asunto de los manuales de teología moral, hasta que en 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Declaración “Persona humana”, rechaza abiertamente las prácticas homosexuales como contrarias al constante magisterio eclesial y al sentimiento moral de los fieles.

No se trata de analizar aquí estos documentos. Para lo que interesa al presente estudio, basta tener claro que ninguno de estos documentos, ni los que han tratado posteriormente estos asuntos, han sido pronunciamientos del Magisterio infalible de la Iglesia. Por tanto, no se trata de doctrinas vinculantes para la Fe de los cristianos.

En consecuencia, no se puede afirmar que los problemas que plantea la teología del matrimonio y la familia sean temas que afectan a la Fe divina y católica. No lo son. Así lo demuestra la historia de la Iglesia y de la teología cristiana.

En efecto, durante los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos siguieron los mismos usos y costumbres, por lo que concierne al casamiento, que había en el resto del Imperio romano. Esta situación se mantuvo, por lo menos, hasta el siglo IV (J. Duss-Von Werdt, El matrimonio como sacramento, en Mysterium Salutis, IV/2, 411). Lo cual quiere decir que los cristianos de los primeros siglos no tenían conciencia de que la revelación cristiana hubiera aportado algo nuevo y específico al hecho cultural del matrimonio en sí. Por tanto, en aquellos primeros siglos, la Iglesia no tenía un Derecho matrimonial propio y específico. Es más – y esto es importante que se sepa -, la Iglesia, durante casi todo el primer milenio, no sólo se rigió en sus decisiones (también sobre el matrimonio y la familia) por el Derecho romano, sino que “la custodia de la tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia. Como institución, el Derecho propio de la Iglesia en toda Europa fue el Derecho romano. Como se decía en la Ley Ripuaria de los francos (61(58)1), en el s. VII, “la iglesia vive conforme al Derecho romano” (Peter G. Stein, El Derecho romano en la Historia de Europa, Madrid, Siglo XXI, 2001, 57). Más aún, en el año 619, el concilio de Sevilla, presidido por san Isidoro, invocaba el Derecho romano como la “lex mundialis”, aceptando así su universalidad (Conc. Hispalense II, can. 1 y 3. Cf. Ennio Cortese, Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale, Roma, Il Cigno, 2008, 48). Y esto se mantuvo así, no obstante las resistencias de algún que otro autor más puritano, como fue el caso de Beda el venerable. Sin embargo, desde el año 620, las Etymologiae de san Isidoro se erigieron en la fuente de referencia más importante del Derecho romano a lo largo y ancho de Europa (Peter G. Stein, o. c., 58).

Ahora bien, es importante saber que el Derecho romano no se ocupara para nada de lo que ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus miembros eran un asunto privado, en el que la comunidad no intervenía. Todo el Derecho recaía sobre el poder y los privilegios del paterfamilias, en el que se concentraba toa la propiedad familiar. Y todos los poderes sobre la mujer y sus hijos. De manera que los hijos, incluso adultos, no podían poseer bienes hasta la muerte del padre (Peter G. Stein, o. c., 7-8).

Como es lógico, estas condiciones y este vacío de legalidad indican claramente que las preocupaciones de la Iglesia no se centraban en los temas relativos al matrimonio y a la familia. En todo el primer milenio, no hay documento alguno del Magisterio que hable de los siete sacramentos. Porque la teología de los siete sacramentos se elabora a partir de los comentarios al Decretum de Graciano (.s. XI). Tales comentarios se hicieron, por tanto, a partir del s. XII, cuando aparecieron los primeros libros de Sententiae o Tractatus sobre los sacramentos (las Sententiae Divinitatis y el Tractatus de sacramentis del Maestro Simón). Hasta que se impuso el tratado de las Sentencias de Pedro Lombardo, que fue aceptado como fuente de los comentarios de los grandes Teólogos Escolásticos, de los siglos XII y XIII. Pero es importante saber que hasta el s. XIV no se impuso la doctrina de los siete sacramentos (José M. Castillo, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca, Sígueme, 1981, 375-301).

Sabemos que el concilio de Trento dedicó la Ses. VII por completo al tema de los siete sacramentos. Pero, para fijar exactamente el “valor dogmático” que tienen las afirmaciones, que hizo el concilio en esta Sesión, hay que tener en cuenta dos puntos capitales: 1º) Los anathemas que impuso el concilio no significan necesariamente, en modo alguno, condenas de herejía (por ejemplo, DH 1660; 1759. Cf. P. Fransen, Reflexions sur l’anathème au concile de Trente: ETL 29 (1953) 658). 2º) La pregunta que les hicieron a los padres y teólogos del concilio fue si las doctrinas, que enseñaban los reformadores sobre los sacramentos, eran “errores” o “herejías” (CT 5, 844, 31-32). Pero no hubo manera de llegar a un acuerdo sobre este asunto. Así consta expresamente en las Actas del concilio (CT 5, 994, 11-12. DH 1600; cf. José M. Castillo, o. c., 333).

Por tanto, no es un “dogma de fe” ni que los sacramentos sean siete; ni que el matrimonio cristiano sea un sacramento instituido por Cristo. A partir de esta afirmación fundamental, hay que tener presente que toda la doctrina del Magisterio, sobre el matrimonio y sobre la familia, nunca ha sido una definición dogmática. Siempre han sido enseñanzas pastorales, catequéticas o, en todo caso, de rango inferior. Ni siquiera el concilio Vaticano II se pronunció dogmáticamente sobre los asuntos que trató. Fue un “concilio pastoral”. Esto es lo que quiso Juan XXIII y mantuvo Pablo VI.

La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que todas las cuestiones y problemas, que se han planteado y se están debatiendo en el Sínodo de la Familia, son cuestiones sobre las que todos los cristianos podemos (y debemos) sentirnos libres para pensar, opinar y decir nuestra opinión, sin que por eso debamos tener miedo a atentar contra nuestra fe y nuestra fidelidad a la Iglesia.

5. Cuestiones de mayor actualidad

1. Divorcio

He dicho que el Derecho de la Iglesia, durante los diez primeros siglos de su historia, fue el Derecho romano. Pues bien, en los manuales de Derecho romano se enseña que, al menos hasta el siglo IV, la libertad para divorciarse fue casi total en la sociedad romana. A partir del siglo IV, fue en aumento una cierta reprobación social en los casos de divorcios que se efectuaban sin una causa justificada (cf. Aulo Gelio, en las Noches Áticas, en 232 a. C., que probaría la mencionada reprobación social en los casos de divorcio injustificado). A partir del siglo VI, Justiniano admite el divorcio por “justa causa”. Y se sabe, con seguridad, que la Iglesia aceptó y practicó esta legislación. Por ejemplo, el año 726, el papa Gregorio II responde a una consulta de san Bonifacio: ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal? “Sería bueno que todo siguiese igual y se diese a la continencia. Pero, como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva a casarse; pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525). La misma doctrina sobre el divorcio entre cristianos se encuentra en el papa Inocencio I, en respuesta a Probo (PL 20, 602-603; cf. M. Sotomayor, Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio: Proyección 28 (1981) 102-103).

2. Homosexualidad

Este asunto es motivo y causa de enorme apasionamiento y de más enorme sufrimiento. Ambas cosas. Apasionamiento en quienes lo rechazan. Y sufrimiento en no pocos de quienes lo padecen o lo tienen que soportar, en las sociedades en que esta condición de la sexualidad humana es fuertemente rechazada.

Es de sobra conocido que algunas religiones se han opuesto, y se sigue enfrentando, con violencia a las personas de condición homosexual. En la historia del cristianismo, este enfrentamiento ha llegado, a veces, a la violencia extrema del asesinato. Antiguamente, a los homosexuales se les quemaba vivos, como se hacía con los herejes. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, la cultura se humaniza y, sobre todo, se conoce mejor lo que es la condición humana en su totalidad, el juicio y la estimación social de este asunto se va equilibrando.

Se suele citar a san Pablo como un opositor tajante de la condición homosexual. Pero hay que matizar este juicio. Pablo, hablando desde la Torá judía, singulariza en Rom 1, 26-27 la homosexualidad únicamente para rechazarla como “contra la naturaleza”. Pero en esa tradición, como en muchas otras, la naturaleza sexual estaba determinada por la biología, el cuerpo y los genitales. Para muchas personas hoy en día, sin embargo, la naturaleza sexual está determinada por la química, el cerebro y las hormonas. Así pues, Pablo nunca se enfrentó a la pregunta que nosotros debemos responder actualmente (J. D. Crossan, J. L. Reed, En busca de Pablo, Estella, Verbo Divino, 2006, 453). ¿Qué pasa si resulta que la homosexualidad es tan “natural”, para algunos, como lo es la heterosexualidad, para otros? En todo caso, no podemos utilizar a Pablo para responder a una pregunta que Pablo, en su tiempo y su cultura, no pudo jamás hacerse, ni sospechar del problema que esa pregunta oculta.

Por esto, parece más razonable hacerse esta otra pregunta: ¿aceptó la Iglesia, en siglos anteriores y en algunos casos, el matrimonio homosexual?

El Derecho romano, que la Iglesia aceptó e hizo suyo, reconocía dos definiciones de matrimonio. Así lo indican los manuales de Derecho romano (Antonio Fernández de Buján, Derecho Privado Romano, Madrid, Iustel, 2008, 134-135). Una de estas definiciones se encuentra ya en Ulpiano (Digesto, 1. 1. 3) y fue desarrollada por Modestino (D. 23. 2. 1), que entiende el “matrimonio, coniunctio maris et feminae, la unión del hombre y la mujer”. La otra definición está también en Ulpiano (D. 24. 1. 32. 13): “No es la unión sexual lo que hace el matrimonio, sino la afección, affectio, matrimonial”. Como es lógico, la”afección matrimonial” se puede dar y vivir lo mismo entre personas de distinto sexo que entre personas del mismo sexo. Es verdad que la definición de Modestino (“unión de hombre y mujer”) es la que prevaleció en el Decretum de Graciano y, de ahí, pasó al Derecho Canónico. Sin embargo, la segunda de las definiciones mencionadas quedó también recogida en las Instituciones de Justiniano (A. Fernández de Buján, o. c., 135). De forma que donde se pone el acento, en ambas definiciones, es en “el proyecto de vida en común” (o. c., 135). Es evidente que tal proyecto se puede realizar lo mismo entre personas de distinto sexo que entre personas del mismo sexo.

Por lo demás – y esto es fundamental -, esta legislación tuvo que traducirse en hechos. O quizá lo que sucedió es que esta legislación era la que correspondía a hechos que se vivían ya en la Edad Media. Esto es lo que demuestra el estudio de John Boswell, Las bodas de la semejanza (Barcelona-Madrid, 1996). La tesis de la obra de Boswell es que los homosexuales existieron en la sociedad medieval occidental, sin ser perseguidos de forma significativa, existiendo también una subcultura gay que era tolerada. A partir del siglo XIII, se acentúa la tendencia hacia la uniformidad en las sociedades cristianas europeas y el fortalecimiento de las autoridades tanto religiosas como civiles, cosa que se puso de manifiesto en la persecución contra los albigenses a los que se acusaba de practicar la sodomía y de cometer delitos “contra natura”. Además, Boswell demuestra que existían rituales para la celebración de la unión matrimonial entre personas del mismo sexo. La plegaria de estos rituales matrimoniales decía: “Bendice a tus siervos N. y N., no unidos por naturaleza… Y concédeles amor recíproco y que permanezcan libres de odio y escándalo…” (John Boswell, o. c., 490-491; cf. Javier Gafo, “Cristianismo y Homosexualidad”, en Javier Gafo (ed.), La homosexualidad: un debate abierto, Bilbao, Desclée, 3ª ed., 1998, 189-222).

6. Reflexión final

Es evidente que la institución familiar es la base sobre la que se sostiene la firmeza y la consistencia del tejido social. Una sociedad en la que la familia se desestructura y se rompe es una sociedad que se autodestruye. En una sociedad así, la violencia se desata hasta límites que no imaginamos. Por el contrario, en las peores circunstancias de crisis social, si la familia es sólida, la sociedad se sostiene y mantiene a las personas y a las instituciones. Lo hemos visto en la crisis económica y política de Europa. La unidad familiar ha sido decisiva para mantener una ayuda y una protección segura a quienes los parados y, en general a quienes se han visto en dificultades. Es bien conocida la ayuda que han prestado los pensionistas a los hijos parados, a los niños, a los enfermos, etc.

Es evidente también que la familia tradicional está evolucionando. Es un hecho que el elemento determinante de la familia ya no es el matrimonio, sino la pareja. Y el factor decisivo, para el mantenimiento de la pareja, es la comunicación basada en la relación pura (Anthony Giddens, o. c., 73-75). Se trata de la relación “basada en la comunicación emocional”. La relación que se basa en aquella forma de comunicación humana en la que “entender el punto de vista de la otra persona es lo esencial” (o. c., 75). Insistir en este punto, mantenerlo y enriquecerlo, todo esto es mucho más importante que resolver los problemas teológicos tradicionales de la familia. Problemas que fueron planteados por teólogos solteros. Y ahora son de nuevo los solteros los que pretenden resolver los problemas que ellos plantearon Y problemas que los clérigos solteros les metieron en la cabeza a los laicos.

Seamos, pues, respetuosos todos, unos con otros. Y, en lugar de discutir cuestiones que no van a resolver los verdaderos problemas que hoy tienen tantas familias, seamos honestos todos. Reconozcamos nuestras limitaciones. Y pongámonos a buscar las verdaderas soluciones.

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“Familia: ¿Qué quiere la Iglesia?”, por José María Castillo, teólogo

Domingo, 26 de octubre de 2014
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Dios es FamiliaDe su blog Teología sin Censura:

¿Qué quiere resolver la Iglesia en lo que se refiere a los problemas que más preocupan ahora mismo a la familia? Como es lógico, lo primero que llama la atención – y resulta difícil de explicar – es que los problemas que ha tratado el Sínodo no son los que más interesan y preocupan a la gran mayoría de las familias del mundo. El angustioso problema de la vivienda, el problema de un jornal o un sueldo con el que llegar dignamente a fin de mes, el problema de la salud y de la seguridad social, el de la educación de los hijos. Por lo menos, estos asuntos tan graves y que tanto angustian a la gente no han estado – que sepamos – como problema centrales en el orden del día de ninguna de las comisiones o de las sesiones del Sínodo.

Esto da pie para pensar o quizá sospechar – al menos, en principio – que quienes han preparado y organizado los trabajos del Sínodo son personas que pueden dar la impresión de que viven más preocupadas por los dogmas católicos y la moral, que predica el clero, que por los sufrimientos y humillaciones que están soportando muchas más familias de las que imaginamos. No hay que ser ni un sabio ni un santo para darse cuenta de esto. Para hacerse lógicamente la pregunta que acabo de plantear. Y que nadie me diga que los asuntos, que acabo de apuntar, son problemas que tienen que ser resueltos por economistas y por políticos. Por supuesto, lo que he dicho es asunto que concierne directamente a la economía y a la política. Pero, ¿sólo a economistas y políticos? Y entonces, ¿el sufrimiento, la dignidad, la seguridad y los derechos de la gente, los derechos fundamentales de las familias, no nos tienen que interesar, ni por ellos podemos ni tenemos que hacer nada?

Esta es la primera gran cuestión que, a mi modesto entender, tendría que interesar sobre todo – y antes que ninguna otra cosa – a la Iglesia, especialmente a sus dirigentes. Lo digo con tiempo, cuando todavía tenemos un año por delante para llegar a las conclusiones finales del Sínodo.

Pero, viniendo ya a los problemas que el Sínodo ha tratado, mi pregunta es la siguiente: a la Jerarquía de la Iglesia, ¿qué es lo que más le interesa y le preocupa? ¿gente que “se quiere”? o ¿gente que “se somete”? Confieso que estas preguntas se me han ocurrido pensando y recordando lo que yo mismo estoy viendo en el mundo eclesiástico desde hace más de 60 años, es decir, desde que ando metido en ambientes clericales. Lo mismo en España que fuera de España, lo que yo he palpado, en los ambientes de Iglesia, es que los problemas de la economía y los asuntos sociales no suelen preocupar demasiado. Porque normalmente tales problemas (en las instituciones eclesiásticas) están resueltos. Mientras que los asuntos relacionados con la ortodoxia dogmática (sumisión a la Jerarquía) y con el sexo (observancia de la moral), no sólo suelen ser muy preocupantes, sino que con frecuencia resultan casi obsesivos o rozando la obsesión. La consecuencia, que se suele seguir de este estado de cosas, y que la gente nota mucho, está a la vista de todos: los obispos no suelen hablar (o se limitan a alusiones genéricas) sobre la corrupción política y sus consecuencias, mientras que esos mismos obispos suelen poner el grito en el cielo si lo que se plantea es el problema de los matrimonios entre personas homosexuales o, en general, cuestiones relacionadas con el sexo. De ahí, por poner un ejemplo, la diferencia de trato que reciben, en tantos confesionarios, los capitalistas y banqueros o los gays y lesbianas.

Todo esto nos lleva – me parece a mí – a una pregunta mucho más radical: ¿por qué las religiones afrontan de manera tan distinta los problemas relacionados con “la propiedad de los bienes” y los problemas que se refieren al “cariño entre las personas”? Desde el punto de vista de la sociología, uno de los especialistas más reconocidos en esta materia, Anthony Giddens, ha escrito: “La familia tradicional era, sobre todo, una unidad económica. La producción agrícola involucraba normalmente a todo el grupo familiar, mientras que entre las clases acomodadas y la aristocracia la transmisión de la propiedad era la base principal del matrimonio. En la Europa medieval el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía florecer” (Un mundo desbocado, pg. 67-68).

En realidad, “la propiedad de los bienes” (y no “el cariño entre las personas”), como factor determinante de la familia tradicional, viene de más lejos y tiene su origen en otra fuente: el Derecho. Como es sabido, la familia era la unidad que interesaba al primer Derecho romano. Este Derecho no se ocupaba de lo que ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus miembros eran un asunto privado, en el que la comunidad no intervenía. La familia estaba representada por su cabeza, el paterfamilias, en el que se concentraba toda la propiedad familiar. Y todos sus descendientes, en línea paterna estaban bajo su control. Cualquier hijo no dejaba de estar bajo su poder. Más aún, un hijo no dejaría de estar bajo el poder de su padre hasta que llegase a adulto e incluso, hasta que no muriese el padre, no podría tener propiedades por sí mismo. Consecuentemente toda la propiedad familiar se mantenía unida y los recursos de la familia, como un todo, se reforzaban (Peter G. Stein, El Derecho romano en la historia de Europa, pg. 7-8). Lo notable es que la Iglesia hizo plenamente suyo este Derecho. De forma que, por ejemplo, el concilio de Sevilla, del año 619, califica al Derecho romano como lex mundialis, es decir la ley por antonomasia a la que tendrían que someterse todos los pueblos (cf. E. Cortese, Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale, pg. 48).

Pues bien, en este contexto de ideas y de leyes, resulta comprensible y lógico que la Iglesia, a medida que se fue acomodando a la cultura y al Derecho heredado del Imperio romano, en esa misma medida fue asumiendo e integrando en su vida y en su sistema organizativo lo que era común a las demás religiones. Me refiero a lo que, con razón, ha dicho uno de los más reconocidos especialistas en esta materia: “La religión es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles” (Walter Burkert, La creación de lo sagrado, pg. 146). De ahí que las teologías y los rituales de las religiones, si en algo insisten y en algo son semejantes los unos a los otros, es precisamente en cuanto afecta a la “sumisión”. Y conste que, por lo que afecta concretamente a esta sumisión, los rituales que la crean, la fomentan y la mantienen, “no están limitados a una religión particular, sino que se encuentran en todo el planeta, y se puede demostrar que algunos de ellos son prehumanos” (o. c., pg. 156). La sumisión, desde las sociedades prehumanas, se expresa creando la impresión que uno produce al inclinarse, arrodillarse, tirarse al suelo, arrastrarse, en suma, todo lo que es “no agrandarse”. Y está demostrado que los rituales religiosos coinciden todos en esto (K. Lorenz, On Aggression, Nueva York, 1963, pg. 259-264; I. Eibl-Eibesfeldt, Liebe und Hass: Zur Naturgeschichte elementarer Verhaltensweisen, Munich, 1970, pg. 199 ss).

Ahora bien, lo más sorprendente, en todo este asunto, es comparar estos supuestos básicos de la familia y de la religión con los relatos de los evangelios que, repetidas veces, se refieren tanto a la familia como a la religión. Sabemos, en efecto, que Jesús, lo mismo en lo que se refiere a la familia como en lo que respecta a la religión, asumió públicamente y sin ambigüedades una actitud sumamente crítica. Me explico.

Por lo que afecta a la religión, los evangelios nos informan de los enfrentamientos y conflictos constantes y crecientes que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos y sus rituales. A esto se refieren los enfrentamientos con escribas y fariseos, con los sumos sacerdotes y senadores, incluso con el mismo Templo de Jerusalén. Hasta terminar siendo detenido por las autoridades religiosas, acabando en el juicio, la condena y la ejecución violenta en el tormento de los crucificados, los “lestaí” (Mc 15, 27; Mt 27, 38), es decir, no los simples ladrones, sino los rebeldes políticos, como explica F. Josefo (H. W. Kuhn: TRE vol. 19, 717). Jesús fue el hombre más profundamente religioso que podamos imaginar. Pero la religión de Jesús quedó desplazada del modelo establecido: su religión (como el Dios que representaba) no estuvo centrada en “lo sagrado”, sino en “lo humano”. Esto es capital para entender el Evangelio Y sin embargo, esto no es central para entender la Teología cristiana. Ni esto es tampoco el centro de la vida de la Iglesia.

Por lo que se refiere a la familia, es seguro que las relaciones de Jesús con su propia familia fueron tensas y complicadas: sus parientes lo tuvieron por loco (Mc 3, 21) y no creían en él, incluso lo despreciaban (Mc 6, 1-6; cf. Jn 7, 5). Por otra parte, lo primero que Jesús les exigía, a quienes pretendían seguirle, era abandonar la propia familia (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Y cuando un día le dijeron que le buscaban su madre y sus hermanos, la respuesta de Jesús fue decir que su madre y sus hermanos son los que escuchan y cumplen lo que Dios quiere (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21). Pero Jesús, en lo que se refiere a las relaciones con la familia, llegó más lejos. Porque se atrevió a decir que él no había venido a traer paz, sino espadas, división y conflicto, precisamente entre los miembros de la propia familia (Mt 10, 34-42; Lc 12, 51-53; 14, 26-27). Es más, Jesús llegó a tocar en lo intocable de aquel modelo de familia: “No llaméis “padre” a nadie en la tierra” (Mt 23, 9). Una prohibición tan fuerte, en aquella cultura, que llegó a desmontar el eje mismo de aquel modelo de relaciones familiares. Los grandes, los importantes, no son los “padres” y “jerarcas”, sino los “niños”, los “pequeños”: el reinado de Dios es de los que se hacen como ellos (Mt 19, 14).

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Dónde está el fondo del asunto? Las relaciones de parentesco no son libres, sino que nos son dadas e impuestas a cada ser humano que viene a este mundo. Por el contrario, las relaciones comunitarias y de amistad, dado que nacen de convicciones libres y de sentimientos que cada cual acepta libremente, son siempre relaciones que se basan en la libertad humana y se mantienen por la fuerza de la decisión libre. Lo más bello, lo más gratificante y lo más motivador de la relación de fe y confianza en el otro, y en Dios, es que siempre es posible porque es una relación libre. De tal manera que lo determinante, en este modelo de familia y de grupo, no es la sumisión, ni al “poder represivo”, ni al “poder seductor” (Byung-Chul Han), sino que lo decisivo es la fe y la confianza, en el encuentro (con el Otro, con los otros, con alguien en concreto) mediante la “relación pura” (A. Guiddens), que se basa en la comunicación emocional. La forma de comunicación en la que las recompensas derivadas de la misma son la base primordial para que tal comunicación pueda mantenerse y perdurar. Por esto precisamente la experiencia nos dice que donde hay cariño verdadero, por eso mismo hay libertad, mientras que donde hay religión (centrada en lo ritual y lo sagrado) hay sumisión.

Ahora bien, supuesto lo dicho en esta (ya demasiado prolongada) reflexión, vuelve la pregunta inicial: ¿Qué quiere la Iglesia con todo lo que ha removido a propósito de la familia? Por supuesto, el papa Francisco, al convocar y programar el Sínodo de la Familia, ha querido responder a problemas apremiantes que tienen planteados miles de familias en todo el mundo. Pero es de suponer que el papa Francisco, al convocar este Sínodo, exigiendo libertad para hablar de los problemas y transparencia para informar de lo que se ha hablado en las sesiones sinodales, lo que ha hecho ha sido poner en marcha, sin posible vuelta atrás, un proceso de apertura de la Iglesia a los problemas reales y concretos que, en este momento histórico, se nos plantean a todos.

Pero lo que ha ocurrido es que, no sólo se ha puesto en marcha este proceso, sino que, además de eso, el mundo se ha enterado de que en la Iglesia persiste muy vivo un sector importante de clérigos (de todos los rangos) y de laicos que identifican las creencias cristianas con posiciones inmovilistas e intolerantes que, además, desde el punto de vista de la más documentada, sana y ortodoxa teología, son posiciones indemostrables. Y, por tanto, posiciones que ocultan pretensiones inconfesables de poder y autoridad que se orientan más a mantener intacta la “sumisión” de los fieles que a fomentar la “libertad” que brota del cariño entre los seres humanos.

La situación es delicada. Hay que evitar, a toda costa, un nuevo cisma en la Iglesia. Pero no podemos estar incondicionalmente con quienes identifican el cristianismo con una religión centrada en la observancia de rituales sagrados, que produce obsesivamente sumisión a jerarquías ancladas en un pasado y en una cultura que ya no son ni nuestro tiempo, ni la cultura en que vivimos. Un cristianismo así, produce personas muy religiosas y un clero fiel a jerarquías eclesiásticas que se identifican más con los privilegios que le ofrece el poder político que con la libertad indispensable para lograr una sociedad más justa en la que todos los ciudadanos podamos vivir en justicia e igualdad de derechos. Si nuestro proyecto de vida quiere ser fiel a Jesús y a su Evangelio, no tenemos más camino que la apertura al futuro que entre todos tenemos que construir. Es más, si de verdad queremos a la Iglesia y ser fieles a la ”memoria peligrosa” de Jesús, los cristianos tenemos, en el camino que nos está abriendo y trazando el papa Francisco, el itinerario cierto que nos lleva al fin que anhelamos.

José M. Castillo

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