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Dios no es un ser que ama, sino ‘ágape’ que nos unifica en Él.

Domingo, 4 de noviembre de 2018

img_5979Mc 12, 28-34

Hoy cambiamos de escenario. Jesús lleva ya unos días en Jerusalén. Ha realizado la purificación del templo; ha discutido con los jefes de los sacerdotes, maestros de la ley y ancianos sobre su autoridad para hacer tales cosas; con los fariseos y herodianos sobre el pago del tributo al cesar; con los saduceos sobre la resurrección. Las discusiones que los rabinos sostienen con Jesús no presuponen hostilidad especial contra él; más bien podrían indicar una valoración muy importante de la persona. El letrado que se acerca hoy a Jesús, no demuestra ninguna agresividad, sino interés por la opinión del Rabí.

La pregunta tiene sentido porque en la Torá se contabilizaban 613 preceptos. Para muchos rabinos todos los mandamientos tenían la misma importancia, porque eran mandatos de Dios y había que cumplirlos solo por estar mandados. Para algunos el mandamiento más importante era el cumplimiento del sábado. Para otros el amor a Dios era lo primero. Aunque Jesús responde recitando la “shemá” (Dt 6,4-5), Jesús da un salto muy importante en la interpretación, porque une ese texto, que hablaba sólo del amor a Dios, con otro que se encuentra en (Lv 19,18), que habla del amor al prójimo. No solo los pone al mismo nivel, sino que termina haciendo de los dos mandamientos uno sólo.

El amor a Dios fue un salto de gigante sobre el temor a Dios, amo poderoso y dueño de todo. En el AT el amor a Dios era absoluto, “sobre todas las cosas”. El amor al prójimo era relativo, “como a ti mismo”. Según la Tora, era perfectamente compatible un amor a Dios y un desprecio absoluto, no solo a los extranjeros sino también a amplios sectores de la propia sociedad judía a quienes creían rechazado por el mismo Dios. En Lc preguntaron a Jesús ¿quién es mi prójimo? y contestó con la parábola del buen Samaritano.

Según Jesús, la palabra mandamiento tiene que dar un cambio radical y significar algo distinto cuando la aplicamos a Dios. Dios no manda nada. Dios no hace leyes sino que pone en la esencia de cada criatura el plano, la hoja de ruta para llegar a su plenitud. Dios no “quiere” nada de nosotros ni para nosotros. Su “voluntad” es la más alta posibilidad de la criatura, no algo añadido desde fuera después de haberla creado.

En Jn los dos mandamientos se convierten en uno solo: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús no dice que le amemos a él ni que amemos a Dios, ni que ames al prójimo como a ti mismo, sino que ames a los demás como él te ha amado a ti. El cambio es radical. Aún no nos hemos dado cuenta de esta novedad. Dios no es un ser separado de mí, al que debo amar, sino “el amor” que me permite sentirme uno con el otro y con el universo. Debemos cambiar nuestra idea de Dios para descubrir qué es amarle.

Dios es “ágape”, don absoluto, infinito y total que unifica en esencia todo lo creado. Es puro don, pura gracia que se nos da y nos capacita para darnos. En nosotros el amor es una cualidad que puedo tener o no tener. En Dios el amor es su misma esencia. Si dejara de amar se destruiría. Juan dice: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó“. Esa realidad es el fundamento de toda vida espiritual. Es la misma esencia de Dios en la base de nuestra propia existencia. En Dios todo es UNO.

El amor cristiano sería “caritas”, la síntesis del eros humano y el “ágape” divino que nos permite una singular relación con los demás. Se trata de una posibilidad específicamente humana. El amor-Dios y nuestro amor no son grados distintos de la misma realidad, sino realidades sustancialmente distintas. Dios no se puede relacionar con las criaturas como lo hacemos nosotros, porque no está fuera de ninguna de ellas. Nosotros podemos relacionarnos con las demás criaturas pero no con Dios porque es nuestro ser. Vivir el ser de Dios en nosotros nos permite identificarnos con los demás, es decir, amarlos.

Una vez más el lenguaje nos juega una mala pasada. La palabra “amor” es una de las más manoseadas del lenguaje. Al más refinado de los egoísmos, que es aprovecharse de otro en lo que tiene de más íntimo, también le llamamos amor. Hablar con propiedad de Dios-Amor-Unidad, es imposible. Nuestro lenguaje es para andar por casa. Al emplearlo para hablar de lo divino se convierte en trampa que pretende ir más allá de lo que puede expresar. Intentar llegar a Dios con nuestros conceptos es inútil. La manera de trascender el lenguaje, es la vivencia. Solo la intuición puede llevarnos más allá del discurso.

El AMOR es la punta de lanza de la evolu­ción. En realidad, el camino hacia el amor empezó en las primeras millonési­mas de segundo después del Big-Bang; cuando las partículas primigenias se unieron para formar unidades superiores. Esta tendencia de la materia a integrarse en entidades más complejas, lleva en sí la posibilidad de perfección casi infinita. La aparición de la vida fue un gran salto hacia esa capacidad de unidad. La vida consigue unificar billones de células. No sabemos que es la vida biológica, pero sabemos que tiene unos efectos sorprendentes. Dios es la Vida que unifica todo.

Llegada la inteligencia y superada la pura racionalidad, el ser humano está capacitado para alcanzar una unidad que no es la del egoísmo individual. Un conocimiento más profundo y una voluntad que se adhiere a lo mejor, hacen posible una nueva forma de acercamien­to entre seres que pueden llegar a un grado increíble de unidad, aunque no sea física. Descubierta esa unidad, surge lo específicamente humano. Esta capacidad de salir de la individualidad e identificarme con Dios y con el otro, es lo que llamamos amor.

Este amor es consecuencia de un conocimiento, pero no racional. Es inútil que nos empeñemos en explicar por qué debemos amar a los demás. Este amor solo llegará después de haber experimentado la presencia en nosotros del Amor que es Dios. Lo mismo que llamamos vida a la fuerza que mantiene unidas a todas las células de un viviente, podemos llamar AMOR a la energía que mantiene unidos a todos los seres de la creación. Si descubro que la base de todo ser es lo divino, descubriré la “razón” del verdadero amor.

Todos los místicos de todas las religiones, de todos los tiempos, han llegado a la misma vivencia y nos hablan de la indecible felicidad de sentirse uno con el Todo y fuera del tiempo. Esa sensación de integración total es la máxima experiencia que puede tener un ser humano. Una vez llegado a ese estado, el ser humano no tiene nada que esperar. Fijaros hasta qué punto demostramos nuestro despiste, cuando seguimos llamando “buen cristiano” al que va a misa, confiesa y comulga, solo porque tiene asegurada la otra vida. Ser cristiano no es el objetivo último del hombre, solo un medio para llegar a amar.

No debo comerme el coco tratando de averiguar si amo a Dios. Lo que tengo que examinar es hasta qué punto estoy dispuesto a darme a los demás. Solo eso cuenta a la hora de la verdad. El amor teórico, el amor que no se manifiesta en obras y actitudes concretas, es una falacia. Ya lo decía Jn en su primera carta: Si alguno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un embustero y la verdad no está en él. Pero es imprescindible que nos examinemos bien. No debemos confundir amor con instinto. Si apartamos de nuestro amor a una sola persona todo lo demás es egoísmo.

Meditación

El amor planteado desde la razón no tiene sentido;
tampoco entendido como mandamiento y precepto.
Aprender a amar es la tarea más importante para el ser humano.
Ser más humano es ser capaz de amar más.
Lo que no te lleve a esa meta, será tarea inútil.

Fray Marcos

Fuente Fe Adulta

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