La Aurora

Viernes, 8 de diciembre de 2017

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La aurora es un momento fabuloso: el que precede inmediatamente al salir el sol. Antes sólo eran tentativas. Un leve palidecer el cielo por oriente, apenas visible en la noche. Sigue un clarear creciente, lentamente al comienzo, luego más rápidamente, siempre más rápidamente. Finalmente un instante en el que el surgir de la luz es tan victorioso y ardiente, el esplendor tan cegador a los ojos habituados a la noche, que nos podríamos creer ante el mismo sol: apenas un instante después, como una llamarada, su luz arde en el hilo del horizonte. Y finalmente el sol. Hasta ese momento, nos podíamos haber engañado, pues ya se transparentaba en lo que sólo era la aurora. Lo mismo la Inmaculada concepción. Primero, a lo largo de los siglos precedentes, se trataba del alba de Cristo, de los comienzos de su pureza y santidad, ya maravillosos considerando que se realizaban en la naturaleza humana, pero aún oscuros respecto a El. María es el culmen de la aurora, el surgir del día. Pero su luz ilumina a todos. La Inmaculada concepción distingue a María de los demás humanos sólo para unirla más a Cristo, que pertenece a todos (…).

Tras el decreto que estableció la venida de Cristo, se da esta larga preparación que ya la realiza inicialmente y que llena toda la historia antigua de la humanidad. Ahora bien, toda esta preparación lleva a María, porque ella (…) es portadora de Cristo. La preparación es inmensa: es la única obra de Dios mismo en este mundo; se compromete con todo su amor: haciendo confluir, en virtud de su gracia, todo lo que en nuestros esfuerzos humanos hay de verdaderamente bueno: se plasma una naturaleza humana que será la suya.

Llega un día en que todo está preparado. En la Virgen todo se reúne para pasar de ella al Hijo (…). María es la figura absoluta y total, y lo es para siempre, porque, siendo Madre de Dios, es la que une el Hombre-Dios con la humanidad.

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É. Mersch,
La théologie du Corps mystique,
I
, Tournai 1944, 219-221.

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La misión maternal de María hacia los hombres no oscurece ni disminuye de ninguna manera la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia.

Porque todo el influjo salvífico de la bienaventurada Virgen en favor de los hombres nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

La bienaventurada Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la divina providencia,  fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor y, de forma singular, la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación.

Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la bienaventurada Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora.

La Iglesia no duda en atribuir a María ese oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador .

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Del Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 60-62.

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