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30.4.17. Emaús, catequesis de Pascua. El retorno de Jesús

Domingo, 30 de abril de 2017

18157329_784655581711636_3947511234207925766_nDel blog de Xabier Pikaza:

Dom 3 de Pascua. Lc 24, 13-35. Este relato puede tener un fondo histórico, pero el evangelio lo ha convertido en catequesis de pascua, una de las más hermosas narraciones de vida y presencia del Resucitado.

Entendida así, la pascua significa un retorno a Jesús, un redescubrimiento de su historia, es decir, del valor permanente de su vida.Ésta es quizá la experiencia de Cleofás y María (cf. Jn 19, 29), que podrían ser el primer matrimonio expresamente cristiano de los comienzos de la Iglesia. Pero puede ser también la experiencia de dos hombres (dos amigos), que vuelven a la rutina normal de su pueblo, una vez que la “aventura” de Jesús ha terminado.

Vuelven con la tristeza del fracaso de Jesús, pero hay algo, una voz, que les sacude en las entrañas… la voz y recuerdo de Jesús, que les interpela, les llama y enriquece

Ésta puede ser nuestra historia, pues nosotros somos Cleofás, nosotros somos su mujer (o su hermano/amigo o hermana), en un camino de tristeza, que se vuelve (se puede volver) experiencia de pascua .

Dos fugitivos

No van con las mujeres al sepulcro, para ungir al cuerpo muerte, ni quedan en Jerusalén, como los otros, sino que escapan. Es como si tuvieran más dolor; como si la aventura de Jesús hubiera aparecido ante sus ojos como un bello y duro engaño. Cuanto antes pudieran olvidarla sería mejor: la vida no se puede edificar sobre recuerdos vacíos, sobre palabras vanas, como las de las mujeres del sepulcro (cf 24, 11-22).

Escapan por los caminos de la vida y para volver hacia el Cristo y su mensaje necesitan más razones que la catequesis pascual de las mujeres de Mc 16, 1-8; a ellas les bastaba el recuerdo de aquello que Jesús había dicho, estando como estaban al borde de su tumba vacía. Estos necesitan toda la palabra de Escritura, necesitan la fracción del pan, tienen que ver a Jesús. De esa manera, su misma gran incredulidad se hará motivo de una más honda y larga catequesis pascual.

Son muchos los motivos que podríamos destacar en esa catequesis, convertida en principio de la más intensa teología de la pascua.

— Podríamos hablar de una hermenéutica, es decir, de una nueva comprensión de la Escritura, desde el Cristo muerto.

— También podemos hablar de una revelación, pues Dios se manifiesta por medio del Cristo como vencedor sobre la muerte, y de una iluminación transformadora, pues los antiguos fugitivos descubren que su vida cambia al contacto con Jesús resucitado.

— Hay en el fondo de todo una experiencia de conversión/vocación, pues aquellos que escapaban de Jesús y de su grupo vuelven y descubren a la iglesia como una comunidad que se reúne en torno a la confesión pascual…

Desde ese fondo, en contraste con las mujeres del sepulcro que no acaban de creer… (cf. Lc 24,10) presenta Lc 24, 13-35 a estos testigos de la pascua, realizando un camino de resurrección que va del desengaño (¡Jesús fue sólo una ilusión!) al reconocimiento del misterio completo del Cristo.

Experiencia de Emaús. El comienzo.

El texto es una joya de teología narrativa: la verdad no se argumenta ni demuestra a base de razones; la verdad viene a expresarse en forma de relato; sólo convence quien sepa contar una historia de forma que su verdad (su mensaje) vuelva a hacerse presenta allí donde se cuenta.

Y he aquí que dos de ellos
(del grupo de Once y los otros: cf 24,9),
en aquel mismo día caminaban hacia una aldea llamada Emaús,
que distaba como una sesenta estadios de Jerusalén.
Y ellos dialogaban entre sí sobre todas estas cosas
que habían acontecido.
Y sucedió que mientras dialogaban y hablaban
el mismo Jesús se acercó y caminaba con ellos.
Y sus ojos estaban cerrados, para no reconocerle. Y él les dijo:
– ¿Qué son esas palabras que os decís entre vosotros,
mientras camináis?
Y ellos se pararon, quedando tristes.
Y uno, llamado Cleofás, respondiéndole le dijo:
– ¿Eres tú el único habitante de Jerusalén que ignoras
las cosas que han pasado en ella en estos días?
Y les preguntó: ¿Cuáles? Y ellos le dijeron:
– Las referentes a Jesús de Nazaret, que fue varón profeta,
poderoso en acción y palabra, ante Dios y ante todo el pueblo,
cómo le entregaron nuestros sacerdotes y jefes,
en juicio de muerte y le crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera quien debía redimir a Israel,
pero con todas estas cosas, han pasado ya tres días…
(Lc 24, 13-21)

Estos fugitivos de Emaús son signo de todos los han ido caminando con Jesús pero después se han decepcionado. No pueden entender la cruz, no saben situar su muerte en el esquema salvador del reino: ¡pensábamos que tenía que redimir a Israel! Como fracasados escapan, huyendo de su propia historia, del pasado de su encuentro con Jesús, con la esperanza rota.

Escapan y sin embargo siguen hablando de Jesús, como si tuvieran necesidad de recrear su recuerdo, de recuperar su figura. Uno se llama Cleofás (24, 18). El otro permanece innominado (¿su mujer Maria, una hermana, un amigo?). Si María, la mujer de Cleofás que estaba bajo la cruz (cf. Jn 19, 25) es la misma que ahora acompaña a Cleofás (y este Cleofás es el mismo de aquel texto), tenemos que afirmar que ella no cree, ni ella ni su marido, que vuelven a su casa.

Sea como fuere, ellos abandonan la comunidad donde sigue reunido el resto de discípulos incrédulos con las mujeres creyentes (cf 24, 9-10.33-35). Parecen el comienzo del fin; empieza a disgregarse el grupo que Jesús había formado a lo largo de su vida. Escapan de Jesús, pero le llevan en su mente y conversación (cf. Lc 24, 14). Pues bien, la misma huida viene a convertirse en principio de un nuevo encuentro.

Muchas veces resulta necesaria la distancia: separarse del lugar de la experiencia inmediata, tomar tiempo para revivir lo que ha pasado. Quien no sufra el choque fuerte del fracaso de Jesús, quien no sienta la tentación de escaparse no podrá entender el evangelio. Ese momento de decepción, ese intento de evadirse de recuperar la tranquilidad de un pasado sin cruz, constituye un elemento integrante de la resurrección cristiana.

Sentido básico

Al principio hallamos dos fugitivos de Jerusalén (que para Lucas es principio y centro de la nueva comunidad). Son dos, como los varones de la tumba vacía, pues sólo así pueden ser testigos oficiales de aquello que han visto y oído. Escapan de la comunidad incrédula (que no ha escuchado el testimonio de las mujeres), pero Jesús les sale al paso y ellos, tras haberle descubierto en la fracción del pan, vuelven a Jerusalén, hallando a la comunidad reunida en confesión creyente: ¡ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón! (Lc 24, 34).

No han ido con las mujeres al sepulcro, para ungir al cuerpo muerto, ni quedan en Jerusalén, como los otros; huyen. Es como si tuvieran más dolor; como si la aventura de Jesús hubiera terminado, como un bello y mentiroso engaño. Cuanto antes pudieran olvidarla mejor: parecen suponer que la vida no se puede edificar sobre recuerdos vacíos, palabras vanas, como las que dicen las mujeres del sepulcro (cf Lc 24, 11-22). Escapan por los caminos del olvido imposible, y para que Cristo les haga retornar a su mensaje y vida necesitan más razones que la catequesis pascual de las mujeres: a ellas les bastaba el recuerdo de aquello que Jesús había dicho, al borde de su tumba vacía.

Estos necesitan toda la Escritura y la fracción del pan: tendrán que ver a Jesús para creer, aunque no necesitarán fijarse de un modo detallado en sus manos y pies (como la iglesia pascual de Jn 20, 20 y Lc 24, 40). De esa manera, su misma incredulidad se hará motivo de una más honda y larga catequesis. Son muchos los motivos que podemos destacar en esta catequesis de la pascua.

Hermenéutica. El texto es ya proceso hermenéutico: un camino personal, comprometido, que nos lleva a una nueva comprensión de la Escritura, a partir del Cristo muerto (y a una nueva comprensión de Cristo a partir de la Escritura). Los judíos tanaítas (rabínicos) interpretarán la Biblia de Israel a partir de su nueva experiencia social, desde el fondo de las tradiciones nacionales, que sirven para interpretar la ley antigua. Los cristianos, en cambio, han interpretado la Ley y los Profetas desde el Cristo.

– Teodicea, revelación de Dios. La pascua cristiana es más que interpretación de un libro, es descubrimiento de Dios que se manifiesta por medio de Jesús como vencedor sobre la muerte. Este era el tema clave, esta la tarea del judaísmo: querían reconocer la presencia de Dios, verle del todo. Pues bien, los cristianos afirman que lo han hecho: han visto al Dios de Israel en Jesús crucificado. Por eso, la pascua es una experiencia de iluminación transformadora: los antiguos fugitivos descubren que su vida cambia al ver a Jesús resucitado.

– Experiencia de conversión. La pascua puede y debe interpretarse como experiencia de nuevo nacimiento, transformación humana. En contra de una tendencia normal del judaísmo legalista (y de una práctica normal de los cristianos en la iglesia), la conversión no es aquí el punto de partida o presupuesto para encontrar a Dios, sino al contrario: el encuentro con Dios que funda la conversión de los humanos. Jesús resucitado transforma a los fugitivos de Emaús, haciéndoles volver a la comunidad. Según eso, la pascua es nacimiento de lo humano.

– Eucaristía. El relato ha recibido una forma eucarística, que comienza por la liturgia de la palabra (nuevo conocimiento) y culmina en la celebración sacramental (fracción del pan). Lucas ha narrado así, de un modo insuperable, la primera gran fiesta pascual de la Cena de Jesús, destacando paso a paso sus momentos principales.

El desconocido de pascua. Catequesis del camino.

Se suele decir que no existe verdadera conversación si es que no viene “un tercero” para ofrecer nueva luz. Pues así viene Jesús, como un desconocido, que empieza preguntando: se interesa por el dolor de los fugitivos y permite que ellos hablen y digan aquello que esperaban (liberación de Israel) y aquello que ahora sufren (fracaso de Jesús). Para que la conversación resulte verdadera debemos empezar acogiendo la palabra de los otros, no sólo para aprender lo que ellos digan sino también (y sobre todo) para dejar que ellos se expresen y con ello manifiesten su verdad, su intimidad más honda.

Como buen dialogante, Jesús les ha invitado a decir, a recordar otra vez, quizá en nueva perspectiva, aquello que ha sido su deseo, aquello que ahora es su decepción. La experiencia pascual viene a expresarse a través de un diálogo que, de manera casi lógica, termina por centrarse en los grandes argumentos de la historia: el sentido del dolor y la fuerza creadora de la comunión. ¿No sabéis que el Cristo debía padecer? Así empieza el primer argumento del desconocido:

¡Oh faltos de mente y duros de corazón
para creer todas las cosas que dijeron los profetas!
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas
y entrara así en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los profetas
les fue interpretando en todas las Escrituras
todas las cosas que se referían a él (24, 25-27).

Los fugitivos no entendían el sentido de la muerte de Jesús. Esperaban que acabara (que viniera) como Mesías triunfador, para imponerse con la fuerza de su gloria (con las armas, si es que fuere necesario); pero han visto cómo ha muerto: fracasado, crucificado. Esperaban la restauración nacional, política, del reino de Israel y han asistido a la muerte del pretendiente mesiánico. Sobre esa derrota de Jesús sólo resultan posibles las habladurías fantasmales de “mujeres” que dicen ver al ángel de Dios ante un sepulcro misteriosamente vacío (cf 24, 22).

Esta ha sido la dificultad. Jesús, con la voz de aquel desconocido, les responde ofreciéndoles una hermenéutica nueva, una nueva compensión de las viejas Escrituras. En el fondo, toda la historia del pueblo de Dios y las palabras de la revelación culminan en la muerte de Jesús. Aprender a sufrir, ese es el secreto; dar la vida por los demás, ese es el misterio.

Así les va enseñando Jesús a comprender su sufrimiento, en el principio de la catequesis pascual, a partir de los profetas de Israel. Ellos anunciaron, de algún modo, la exigencia y el valor del sufrimiento como camino salvador, conforme a las palabras recogidas en los Cantos del Siervo de Yahvé (Isaías 40-55). En esta misma línea se sitúan los Salmos que hablan de un justo que sufre. Lo mismo se nos dice en los pasajes posteriores de la literatura helenista israelita, como el libro de la Sabiduría (cf Sab 2).

A través de todos esos testimonios, aducidos por Jesús como palabra de Dios y profecía, descubrimos que el mundo no se salva a base de poder y por las armas, con la ley de la venganza; sólo quien ama hasta el final, sufriendo por los otros, sin vengarse ni emplear violencia, y así muere por los hombres, puede ser Mesías verdadero. Entendido de esa forma, como expresión de amor supremo, el sufrimiento no es objeción sino prueba de la mesianidad de Jesús. No es Mesías de Dios a pesar de que ha sufrido sino precisamente porque ha sabido sufrir sin vengarse, amando a los demás, es decir, por amor y servicio de vida, hasta la muerte. No resucita Jesús a pesar de haber muerto sino precisamente porque ha muerto dando su vida por los otros.

Sólo allí donde el sufrimiento a favor de los demás, desde el testimonio de la entrega de la vida por los otros, se comprende como gesto salvador, sólo donde viene a presentarse como signo más alto de amor, puede hablarse de la pascua de Jesús, el Cristo. Esto es algo nuevo, pero al mismo tiempo es la verdad antigua de toda la Escritura. Por eso, el descubrimiento pascual viene unido a la más honda y verdadera comprensión de la Palabra de Dios.

Fugitivos de Emaús, iglesia actual

Estos varones (¿varón y mujer?) representan a todos los cristianos, tentados de escapar, dejando a las mujeres con sus “ilusiones” y al resto de la comunidad con su falta de fe, ante la tumba vacía. Resulta sintomático que un Documento del CELAM (Santo Domingo, 1992) haya situado al conjunto de la iglesia ante este icono pascual. Ciertamente, este relato es un espejo de nuestra eucaristía. Estamos como en aquellos tiempos. Unas mujeres lloran ante la tumba vacío, otros huyen. Esto es la iglesia.

Las mujeres creyentes (cf. Lc 24, 1-8) toman en serio el recuerdo y palabra de Jesús; ellas mantienen viva la fe de la iglesia y sobresaltan a los apóstoles oficiales. Pero siguen atadas a la tumba. Los jerarcas (apóstoles) están en Jerusalén. Parecen indecisos: van al sepulcro en busca de confirmaciones exteriores, son incapaces de escuchar la auténtica palabra y de asumir un liderazgo creador en la comunidad cristiana. También los fugitivos, parecen formar parte del grupo dirigente, pero escapan, huyendo de su propia historia, del pasado de su encuentro con Jesús. Escapan y sin embargo siguen hablando de Jesús, como si tuvieran necesidad de recrear su recuerdo, de recuperar su figura. Uno se llama Cleofás (24, 18). El otro, que puede ser varón o mujer (quizá mejor mujer) permanece innominado. Huyen de Jesús y de la eucaristía y, sin embargo, serán comienzo de una nueva eucaristía pascual.

La experiencia fundante de pascua sigue siendo un enigma. Pero Lucas nos ayuda a penetrar en algunos de sus motivos principales, distinguiendo entre los grupos de la iglesia. Muchos investigadores han elevado preguntas a su texto. ¿Por qué sitúa la meta de la huida en Emaús, que está en Judea, y no en Galilea, como suponía Mc 14, 28? ¿Por qué presenta como fugitivos a estos dos, y no al conjunto de los apóstoles? ¿Por qué ha centrado la experiencia pascual en Jerusalén y no en Galilea, como Mc 16, Mt 28 y Jn 21? Nadie ha escrito, que yo sepa, un relato histórico fiable sobre el desarrollo de los acontecimientos pascuales.

De la profecía al pan partido

Las palabras del desconocido del camino iluminan nuestra catequesis de la pascua. No es que Jesús haya resucitado a pesar de la Escritura sino que lo ha hecho conforme a la Escritura (cf 1 Cor 15, 4). No es que la Ley y los Profetas ofrezcan una demostración objetiva de la medianidad de Jesús; no es que las viejas palabras se cumplieran de manera externa y unívoca en la muerte y pascua de Cristo. Pero es evidente que entre la Escritura de Israel y el Cristo muerto y resucitado hay una profunda convergencia.

– Los judíos nacionales no piensan de esa forma. Ellos siguen creyendo que su Biblia (Ley, Profetas, Escritos: nuestro Antiguo Testamento) se basta por sí misma. No hace falta Jesús para entenderla; no es bueno suponer que ella culminen en el sufrimiento de un crucificado, cuya vida se abre en forma salvadora por la pascua, para todos los pueblos de la tierra. Los judíos que no han aceptado a Jesús afirman que su Escritura (Ley Escrita) culmina y se explica de manera más perfecta en los libros y documentos de su tradición oral, recogida en la Misna y el Talmud. Por eso han rechazado a nuestro Cristo.

– En contra de eso, los judíos mesiánicos o cristianos podemos y debemos afirmar que el argumento más profundo de la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) culmina y se comprende en la nueva perspectiva de la pasión y pascua del Cristo. La fe cristiana es una nueva forma de entender la ley y los profetas como camino que se cumple y llega a plenitud allí donde Jesús (Hijo de Dios) entrega su vida por los hombres, en gesto de pasión salvadora abierta hacia la resurrección.

La resurrección del Mesías crucificado constituye así el principio hermenéutico cristiano, su punto de inflexión y novedad respecto al judaísmo (y al Islam). No es la expresión de una esperanza final para los muertos, en la que siguen creyendo judíos y musulmanes. Es la resurrección del crucificado, el triunfo ya logrado de aquel a quien los mismos jerarcas de Israel han condenado.

Jesús ha comenzado a ofrecer su catequesis y los caminantes aceptan en parte su argumento, pues como dirán después su corazón estaba ardiendo mientras escuchaban a Jesús (cf Lc 24, 32), pero todavía no le reconocen ni aceptan como Cristo. No le entienden aún, pero le aman ya y le invitan a quedarse a cenar en su casa, pues es de noche (24, 28-29).

En el pan compartido

Este es el momento decisivo. Ellos no creen todavía, pero quieren que quede en su casa, que les acompañe en la cena y el descanso. Quizá pudiéramos decir que Jesús resucitado se revela allí donde alguien sabe invitar al caminante, ofreciéndole su hogar y compañía. Pero el texto quiere que avancemos hasta el lugar de la manifestación definitiva del Cristo. Ellos le ofrecen de comer y él, actuando como padre de familia y señor de la casa, les ofrece el pan. Entonces le descubren:

Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa,
tomando el pan, lo bendijo; y partiéndole se lo dio.
Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron
y él se volvió invisible para ellos (Lc 24, 30-31).

El invitado se coloca en el centro de la escena y, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa, que han tenido el gesto de acogerle!. Quizá pudiéramos pensar que han sido los mismos caminantes quienes le han ofrecido la presidencia de su mesa, pidiéndole que parta el pan. El hecho es que lo parte y se lo ofrece, en gesto que recuerda las escenas de comidas ya estudiadas, tanto en perspectiva de multiplicaciones como de eucaristía.

Sólo así culmina el proceso de catequesis: ¡descubren al Cristo!. No ha sido suficiente la interpretación de las Escrituras, ni la exégesis acerca del valor del sufrimiento y de la muerte por los otros. Para encontrar a Jesús resucitado hay que avanzar en su camino, acercándose a la mesa compartida, al pan que se parte, a la comunidad donde los fieles (creyentes) celebran con gozo la Eucaristía y expanden hacia todos los humanos la experiencia del pan que se toma en común.

Desaparece Jesús como persona separada (su visión), pero quedan sus signos: la palabra de la profecía, el pan compartido. Este es el lugar donde la pascua cobra densidad cristiana. Los dos fugitivos han hecho su camino: han recorrido el itinerario de la resurrección, han llegado hasta el final.

Ahora saben que Jesús vive, que ha triunfado, que está presente en la palabra y la fracción del pan. Así descubren a Jesús precisamente cuando desaparece en su forma externa. Nosotros, herederos de una vieja tradición racionalista y, al mismo tiempo, mágica queremos fundar muchas veces nuestra fe en argumentos científicos y en apariciones. Pero al final de este recorrido no encontramos argumentos de ciencia ni tampoco apariciones: sólo hallamos una palabra sobre el valor de la entrega de la vida (del sufrimiento del Mesías) y un signo (el pan compartido). En esa palabra y ese signo se hace presente el Cristo pascual.

Profundización

Esta homilía eucarística nos sitúa en el centro de una fuerte disputa, que cristianos y judíos rabínicos resolverán de formas diferentes, a partir de una misma exigencia de fidelidad. Unos y otros aceptan el mensaje de los profetas: es decir, la historia de la salvación israelita. Los cristianos entienden la pascua como cumplimiento de la promesa israelita.

– En un primer momento pudo parecer que bastaba el recuerdo de Jesús (Lc 24, 6-7). Los dos varones de la tumba vacía habían pedido a las mujeres que recordaran lo que Jesús había dicho: ¡el Hijo del humano debe padecer…! La historia de Jesús contiene y garantiza el futuro de la pascua.

– Pero Jesús apela a la Escritura (24, 25-26). No remite a sus palabras anteriores, sino a Moisés y a todos los profetas… Significativamente, contra lo que hará el judaísmo de la Misná, este caminante interpreta la Escritura como palabra reveladora que culmina en la pasión y pascua del Cristo.

Los fugitivos no habían entendido la muerte de Jesús, pretendiente mesiánico. Ellos esperaban que su historia culminara de un modo glorioso y que él viniera, como mesías triunfador, para imponerse con la fuerza de su gloria (con armas, si fuera necesario) sobre los enemigos del pueblo. Pero ha muerto fracasado, en una cruz de infamia, y no ha vuelto a restaurar el reino. Ciertamente, en un sentido, la pasión de Jesús ha sido un momento pasajero (=ha muerto para entrar en su gloria). Pero, en otro ella parece perdurable: externamente, a los ojos de los testigos “neutrales”, las cosas del mundo (las suertes del pueblo) continúan como estaban. Con la muerte de Jesús no ha cambiado externamente nada: el mensaje de resurrección es simple “habladuría” de mujeres.

Sobre la derrota de Jesús sólo resultan posibles las emociones fantasmales de mujeres que dicen ver al ángel de Dios ante un sepulcro misteriosamente vacío (cf. 24, 22). Esta ha sido y sigue siendo la principal dificultad de judíos y musulmanes (y de muchos cristianos) ante la muerte de Jesús: Dios no puede avalar como Mesías a un crucificado. Pues bien, hablando a través del desconocido caminante, Jesús responde a estos judíos fugitivos, ofreciéndoles una hermenéutica o interpretación de las antiguas Escrituras. Lucas piensa que la más honda verdad de la Escritura israelita se condensa en la muerte gloriosa, salvadora, del mesías.

Hermenéutica pascual

El caminante pascual nos sitúa, según eso, ante el problema básico de la hermenéutica bíblica. Aquí se distinguen y separan (desde una base común) judíos mesiánicos (cristianos) y rabínicos (de la Misná); aquí se juntan y separan cristianos y musulmanes… Conforme a la visión pascual, la verdad de la Escritura (no unos textos aislados) se centra en la pasión y victoria del Mesías de Dios. En el fondo, la historia del pueblo de Dios y las palabras de la revelación culminan en la muerte de Jesús. Jesús podía haber mostrado otra gloria pascual, apareciendo deslumbrante, como un dios, en el camino: podría haber cegado a sus interlocutores, paralizándoles de miedo, con su fuerza divina (como hace, al menos externamente, Krisna en la Bagavad-Gita).

Los amigos de teofanías externas, podrían haber esperado un nuevo Sinaí, de truenos y tormenta… Pues bien, aquí, en la base y centro de la experiencia pascual, no hay nada de eso: simplemente una palabra de interpretación de las Escritura, una más honda visión del sufrimiento. He desarrollado extensamente el tema en Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 2005 y en Dios judío, Dios cristiano, Editorial Verbo Divino, Estella, 1997.

La pascua cristiana es la clave que permite comprender las Escrituras, el misterio de la vida humana. Paradójicamente, Jesús ha comenzado enseñando a sus discípulos la gloria y valor del sufrimiento, a partir de la experiencia israelita. Ellos buscaban la redención de Israel, el reino externo. Jesús, en cambio, les hace comprender la hondura del fracaso, vivido en amor, como camino de salvación, según los Cantos del Siervo de Yahvé (Isaías 40-55). En esta línea se sitúan algunos Salmos y, de un modo especial, Sab 2 (sobre la muerte de justo)..

Esos testimonios, evocados por Jesús como palabra de Dios y profecía, muestran que la historia no se salva a base de poder y por las armas, conforme a la ley de la venganza, en espiral de lucha y triunfo. Al contrario, sólo quien ama hasta el final, dejándose matar, sufriendo por los otros, sin vengarse ni emplear violencia, puede ser mesías verdadero. El pecado aparece así como violencia de aquellos que imponen su fuerza sobre los demás, conforme a la ley del chivo emisario, es decir, sacralizando la misma violencia. Por el contrario, la gracia de Dios se identifica con el amor que se deja matar, para extender amor sobre la tierra.
Según eso, se podrían distinguir dos pascuas.
Por un lado, la de los violentos: el triunfo de una idea que se impone a través de su violencia, derrotando a los contrarios.
Por otro lado la de Jesús, que se ha dejado matar precisamente por amor, por no responder al odio con odio, a la violencia con venganza… Sólo aquí se puede hablar de revelación de Dios, de gloria verdadera.

– Pascua de Gloria. Los fugitivos de Emaús habrían aceptado la pascua en la mañana del tercer día, como victoria sobre los enemigos. Dios habría dejado que maten a su Cristo, pero luego ha querido vengarse y se ha vengado de sus verdugos, imponiendo su victoria sobre el mundo. En el fondo, la pasión habría sido una verdad pasajera, pues después ha de mostrarse la de siempre, es decir, el triunfo del Dios grande, la derrota de sus enemigos.

– Pascua del Sufriente. Pero Jesús les revela una pascua distinta, vinculada al valor del sufrimiento: él no resucita para negar la pasión, sino para ratificarla y culminarla. Por eso, no aparece en gloria externa, imponiendo su poder sobre los contrarios, sino de caminante, como alguien que acompaña en las jornadas de dolor a los fracasados de la vida, para ofrecerles su amor desde el sufrimiento. En otras palabras, la pascua no niega el fracaso del mesianismo de Jesús, sino que lo avala, ratificando el valor de su muerte.

Solemos buscar una verdad y gracia impositiva: alguien o algo nos sorprenda y se imponga sobre nosotros, en forma victoriosa. Más aún, queremos la derrota de los otros: que aparezcan sometidos, reconociendo su error. Pues bien, en contra de eso, el Jesús de la pascua del camino ha venido a dialogar con nosotros, mientras vamos de retirada, a la caída de la tarde. No llega para imponer, sino para despertarnos (¡tardos de mente, duros de corazón!), de manera que entendamos la Fiesta de Dios, el camino de la vida, a partir de la Escritura.

Dentro de la pascua, así entendida, recibe su sentido el dolor de los pobres y excluídos del mundo. Por eso, el sufrimiento no es objeción sino prueba de la mesianidad: Jesús no es mesías de Dios a pesar de que ha sufrido, sino precisamente porque ha sabido sufrir sin vengarse. No resucita a pesar de haber muerto, sino precisamente porque ha muerto por los otros. Sólo allí donde el sufrimiento se comprende como gesto salvador (superando la venganza) puede hablarse de la pascua de Jesús, el Cristo. Esto es algo nuevo, siendo al mismo tiempo la verdad original de toda la Escritura. Por eso, el descubrimiento pascual viene unido a la más honda y verdadera comprensión de la Palabra de Dios.

Escritura y Eucaristía

Las palabras de Jesús son liturgia de la palabra. No es que la Ley y los Profetas demuestren su mesianidad o que se cumplen de manera unívoca en su vida, pero él aparece como sentido primero y hermenéutica total (radical y final) de la Escritura israelita. La pascua cristiana es resurrección del crucificado:

– Los judíos de tipo rabínico siguen creyendo que su Biblia (BH: Ley, Profetas, Escritos) se entiende por sí misma, o en unión a la Misná. Jesús no es necesario para interpretar la Biblia. Ellos, los rabinos, no le necesitan para entender la Ley ni celebrar la fiesta del Pan y Vino mesiánico.

– Por el contrario, los cristianos pensamos que el argumento más profundo de la BH (Biblia Hebrea) culmina y se comprende en la pasión y pascua del Cristo, celebrada en nuestra eucaristía. El Jesús caminante, que nos conduce a la casa de la celebración (eucaristía), es para nosotros el intérprete más hondo de la Biblia. Por eso, seguimos leyendo desde Cristo a los profetas, dentro de la gran fiesta eucarística.

– ¿Mis libros y archivos son Cristo? Llegando hasta el final en esa línea, podemos afirmar con Ignacio de Antioquía, que el verdadero archivo y libro de la fe de los cristianos es Jesús muerto y resucitado (Fil 8, 2). A su juicio, una discusión sobre puras escrituras, en línea judía o cristiana, puede acabar desvirtuando la novedad evangélica, haciendo del evangelio un nuevo rabinismo.

3. La pascua del pan compartido (Lc 24, 28-35)

En la línea anterior, podemos definir la escena de Emaús en forma de catequesis eucarística. Hemos celebrado ya la liturgia de la palabra: Jesús ha ofrecido su argumento y los caminantes lo han aceptado, pues como dirán después su corazón estaba ardiendo mientras le escuchaban (cf. Lc 24, 32); pero todavía no le reconocen ni aceptan como Cristo, para eso necesitan la liturgia propiamente dicha, la mesa del pan compartido.

Estos discípulos no le entienden plenamente, pero le aman ya y le invitan a quedarse a cenar en su casa, pues es de noche (24, 28-29). No creen todavía, pero quieren que se quede con ellos, que les acompañe en la cena y el descanso. Quizá pudiéramos decir que Jesús resucitado se revela allí donde alguien sabe invitar al caminante, ofreciéndole su hogar y compañía. Pero el texto quiere que avancemos hasta el lugar de la manifestación definitiva del Cristo. Ellos le invitan a comer y él, actuando como padre de familia y señor de la casa, les parte el pan. Entonces le descubren:

Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa,tomando el pan, bendijo; y partiéndolo se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron, pero él se volvió invisible para ellos Se dijeron uno a otro: ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los otros, que decían:
– ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón! Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan (Lc 24, 28-35).

Ellos le invitan: eso significa que se introduce en su argumento, en su manera de entender las Escrituras. Han empezado un buen camino. Han abandonado Jerusalén, pero encontrarán a Jesús en la casa de la mesa compartida, situada en Emaús. Jesús acepta la invitación, que incluye evidentemente una cena, a la caída de la tarde. Da la impresión de que los fugitivos llevan tiempo fuera de su casa de Emaús. Por otra, pueden preparar una cena con rapidez, poniendo el pan ante Jesús.

Forman una “casa”: ¿son hermanos varones, esposos? Lo cierto es que se reclinan (kataklithênai) a la mesa, de forma festiva y distendida, para ratificar la conversación anterior en un banquete. Pues bien, en contra de las leyes de la cortesía, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, el invitado asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa!. Podría pensarse que los mismos caminantes le han ofrecido la presidencia de su mesa, pidiéndole que parta el pan, pero no se dice. Jesús lo parte y se lo ofrece, en gesto que recuerda las multiplicaciones y la Cena con sus discípulos:

– Toma el pan, que es signo central de la mesa. No pide permiso, no pregunta, no se deja rogar. Ha llegado su momento y, con total seguridad lo toma, como identificándolo consigo mismo.
– Bendijo… (eulogêsen). Puede suponerse que bendijo en pan, pero según costumbre judía, es más probable que bendiga a Dios, con el pan en la mano. De esa forma repite sus gestos: sus comidas con los discípulos y pecadores.
Y partiéndolo… Parte el pan para poder distribuirlo, en gesto que la tradición eucarística ha interpretado en línea de donación y entrega de la vida. Es evidente que las palabras anteriores sobre el sufrimiento y muerte de Jesús han de entenderse desde este fondo del pan que se parte.
– Se lo dio… Antes, Jesús les ha llamado “necios y duros de corazón”, interpretándoles la Escritura. Ahora les ofrece el pan, de un modo gratuito, sin condiciones… Es el pan que ellos han comprado o cultivado en sus campos, antes de seguir a Jesús. Ahora es él quien se lo ofrece.

Este gesto de Jesús sobre el pan traza la relación más profunda entre su vida y pascua… Los fugitivos le han re-conocido al partir el pan. Esto significa que ya le conocían, que sabían que su vida se hallaba vinculada a ese pan compartido… Es evidente que esta referencia a la fracción del pan como signo de Jesús alude a la última cena (Lc 22,14-23). Pero, por lo antes dicho, ella debe referirse también al conjunto de la vida de Jesús (cf. Lc 9, 10-17). Este es su gesto más significativo, su signo más profundo: es contraseña que permite interpretar y aceptar su figura, es Eucaristía.

Sólo de esta forma culmina la catequesis: ¡Jesús se revela plenamente, ellos le descubren como Cristo eucarístico, resucitado!. No ha sido suficiente su interpretación bíblica, ni su exégesis sobre el sufrimiento y muerte en favor de los demás. Eso ha sido un camino que debe culminar y ha culminado en la fracción del pan, como dirán las palabras finales del texto: en el pan partido y compartido se hace presente el mismo Jesús muerto y resucitado, en su totalidad (Lc 24, 35).
Se ha dicho a veces que Jesús resucita en el kerigma, es decir, en la palabra proclamada.

Puede añadirse también que ha resucitado en la entrega gozosa de la vida en favor de los demás. Pues bien, ahora debemos avanzar en esa línea y afirmar que está presente en la fracción del pan, es decir, allí donde sus discípulos se reúnen, le recuerdan, compartiendo en su honor el pan. La pascua no es sólo verdad interior, un sentimiento hermoso sobre el valor de la vida, una idea más honda sobre el misterio. Al contrario, ella se materializa y expresa en el pan de la fraternidad.
Este pan compartido es recuerdo de Jesús, como hemos dicho: era su signo, comía con los pecadores y con sus discípulos, celebrando de esa forma la fiesta de la vida. Pero, al mismo tiempo, es anticipo del banquete final, como sabe el mismo Lucas: ¡Bienaventurado quien coma el pan en el Reino de Dios! (Lc 14, 15). Por eso, estos caminantes, sentados en la mesa de la casa (¿de la iglesia?) con Jesús, pueden pensar que han llegado al final del camino: Descubren a Jesús, le ven, celebran su presencia… Es evidente un anticipo de cielo.

Para encontrar a Jesús resucitado hay que avanzar en su camino, acercándose a la mesa común, al pan que se parte, a la comunidad donde los fieles (creyentes) celebran y expanden el banquete escatológico, que un día podrán compartir todos los humanos. El camino de Emaús recoge así su vida entera y, de algún modo, se abre hacia la pascua eterna. Pues bien, allí donde el fin ha llegado, en el signo del pan compartido, vuelve a empezar la vida verdadera: los discípulos deben retornar a Jerusalén, para asumir su camino. Se les muestra Jesús un momento, le ven y conocen, conociendo en él la hondura y verdad de su reino. Tan pronto como le miran y descubren, él desaparece, pero quedan sus signos: palabra entendida, pan compartido. La pascua deja de ser una experiencia del pasado y se hace don y tarea de todos los creyentes.

Pascua y Eucaristía

La pascua de Jesús recibe su densidad y sentido en la eucaristía. Los dos fugitivos han recorrido su camino hasta el final. Ahora saben que Jesús ha triunfado: está presente en la palabra y el pan compartido. Han hecho un camino especial, al principio de la iglesia. Pero su ejemplo se abre y extiende a todos los cristianos, que descubren a Jesús por la Eucaristía, centrada en la fracción del pan. Como hemos visto ya, la referencia al vino puede quedar en el transfondo o resulta innecesaria. Así descubren a Jesús precisamente cuando su presencia externa desaparece. Nosotros, herederos de una vieja tradición racionalista y, al mismo tiempo, mágica, queremos fundar muchas veces nuestra fe en argumentos científicos y en apariciones.

Al final de este recorrido no encontramos leyes de ciencia ni tampoco apariciones: sólo una palabra sobre la entrega de la vida (el sufrimiento del mesías) y el signo del pan compartido. En esa palabra y signo aparece el Cristo pascual, principio de fidelidad y gozo de la vida, fuente de comunicación, pan compartido. Los fugitivos ya no necesitan más. Llevaban consigo aquello que buscaban. Querían escapar de Jesús, pero Jesús estaba con ellos. Evidentemente son dos (al menos dos), pues la reflexión sobre la palabra y la fracción del pan exige compañía: tienen en las manos el pan de Jesús; lo comparten y saben que el Señor ha resucitado. Están reclinados, se preparan para disfrutar el sueño de la noche, tras la conversación y la cena. Pero la visión de Jesús les despierta y, por eso, dejándolo todo, dejando su casa, con el pan caliente sobre la mesa, vuelven hacia Jerusalén, para compartir esta experiencia con el resto de los discípulos, diciendo ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón! (24, 35).

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