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Parábola del Pastor abandonado

Jueves, 16 de marzo de 2017

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En memoria del Padre Juan Viroche

Antonio Gustavo Gómez
Tucumán (Argentina).

ECLESALIA, 03/03/17.- La economía de Israel en tiempos de Jesús era eminentemente agrícola y pastoril. Por eso Nuestro Señor echa mano a imágenes como el trigo, los olivos, las ovejas, los cerdos, etc. y desde allí evangelizar. Esta es una parábola que tal vez puede aplicarse a esos lejanos tiempos.

Como les decía, la economía pastoril era el sustento patrimonial de los más poderosos. Ayer al igual que hoy la tierra está en manos de unos muy pocos hacendados que esclavizaban y explotaban al pueblo humilde de Judea. Los pastores se dedicaban a cuidar las ovejas de sus amos y su vida era muy sacrificada. Entre ellos mismos había enfrentamientos por los mejores pastos para alimentar a los animales que tenían a cuidado. No hace falta imaginación para tener en claro que a ovejas más gordas y con mejor lana, mas protección del amo. Y justamente era éste el que dirimía esos conflictos: Se establecían límites a modo de círculos concéntricos donde las mejores pasturas se entregaban a los pastores más obsecuentes y en la medida que la calidad se reducía el reparto caía en manos de otros servidores menos agraciados hasta que la periferia de la pasturas, en el límite del desierto y la roca, le tocaba a los pastores más postergados y débiles. Quizá hayan sido estos últimos los que en la Nochebuena fueron los que visitaron al Señor.

Esta es la historia de Juan el Pastor dedicado y sufriente que, a pesar de poder haber elegido un cargo mas importantes entre la peonada, prefirió ir en auxilio y protección de aquellas ovejas que fácilmente se perdían muriendo en los extensos desiertos o en la boca de los lobos. Juan recorría los vastos territorios llevando sus animalitos de un lado a otro. Sabía que no podía acercarse a las pasturas interiores que beneficiaban a su compañeros por cuando el Administrador del Amo había fijado límites muy claros. Si algo así ocurría lo despedían de su trabajo.

Pero en aquellos días llegó una sequía muy grande a Judá y los lobos se volvieron osados. Atacaban a los corderos primero y luego a las ovejas. Juan hacía lo que podía para espantarlos: armaba fogatas, hacía cercados con ramas y cañas e incluso pedía ayuda a sus otros compañeros que le mostraban su preocupación por lo que ocurría pero nada hacían para ayudarlo. Todo quedaba en algunas “palmaditas en la espalda”, promesas de oraciones y expresiones de consternación. Pero en los hechos nadie ayudaba al pastorcito Juan. Con el tiempo la sequía se extendió, los ataques se hicieron más frecuentes   y Juan ya en el límite de su compromiso y valentía –porque los lobos le mostraban sus dientes cuando su bastón se levantaba para defender algún cordero- decidió pedirle al Administrador que le enviara ayuda o lo cambiara por otro pastor ya que el estaba hambriento y enfermo de tantas noches sin dormir, la falta de agua y alimentos. Todo fue infructuoso. El Administrador no quiso atenderlo. Él no se preocupaba ya que lo único que le interesaba era comer, beber a costa de su amo y de lo que los demás pastores –muy obsecuentes y obsequiosos- le acercaban hasta su vivienda. Pero un día ocurrió lo que se preveía. Juan apareció muerto en el fondo de un barranco y las ovejas dispersas.

El Administrador temiendo una reprimenda del Amo rápidamente tomó cartas en el asunto. Concurrió al lugar y le dijo a todos los allí reunidos: “¡Pobre Pastor Juan! ¡Justo que había dispuesto que lo trasladaran a mi casa para curarlo y le enviaba un reemplazante! Seguro que no soportó tanto sacrificio y se suicidó”.

Ninguno de los pastores que estaban en el lugar le creyó porque conocían el compromiso del Pastor Juan con la Vida. Mucho menos cuando en el borde del barranco había huellas muy claras de patas de lobos. Todos daban por seguro que Juan había sido acorralado de espaldas al precipicio y en algún gesto con su bastón para defenderse había perdido su equilibrio, despeñándose. Pero nadie decía nada. Todos temían que el Administrador les quitara sus pasturas y los pusieran en riesgo. Eran tiempos duros y para su propio beneficio, debían callar.

El caso llegó a oídos de un Juez muy corrupto que, viendo la posibilidad de obtener un dinero, visitó al Administrador para “ofrecerle sus servicios”. El Administrador evaluó la propuesta. Sabía que si admitía el ataque de los lobos el amo lo iba a echar y los pastores que tenía a cargo entrarían en pánico. Poco le costó al Juez convencerlo de cerrar el caso como suicidio a cambio de algunos miles de denarios. Y además el magistrado le diría al Amo, que residía en Jerusalem, que todo lo ocurrido fue un acto desesperado del Pastor Juan por quitarse la vida.

Pero muchos lloraron en silencio tan dolorosa pérdida. Algunas ovejas se dispersaron, otras se fueron a rebaños de otros amos porque sabían que esos pastores, los que callaban la muerte de Juan, no las iba a cuidar.

Estoy seguro, queridos lectores que, ustedes como yo pueden identificar a muchos de nuestros pastores con “olor a oveja” como dice el Papa Francisco. Sabrán apreciar los esfuerzos de los que son como Juan. Otros seguirán con sus misas rezando por sus esfuerzos pero sin comprometerse en los hechos. Y los administradores infieles a la Palabra, seguirán aposentados en sus palacios episcopales.

Tal vez, si me nombran pastor alguna vez mi lema de ordenación será “Res non verba” y me tocará darle un abrazo al Pastorcito Juan

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