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15.8.16. Muerte y resurrección: La Asunción de María

Lunes, 15 de agosto de 2016

180px-4972-20080122-0741UTC--jerusalem-mary-sarcophagusLa Iglesia católica celebra este día el “dogma” de la Asunción de María, que se inscribe dentro del misterio de la Resurrección de Jesús, en una línea que está abierta a todos los creyentes, es decir, a todos aquellos que reconocen el carácter ejemplar de su camino creyente.

En la conciencia de la Iglesia Católica, María, la madre de Jesús, ha sido la primera que ha muerto y resucitado con él, no en un sentido cronológico, sino de experiencia y comunión creyente. Eso significa que María no ha muerto sola, ni ha “resucitado” tampoco de una forma aislada, sino que lo ha hecho con Jesús, su Hijo, abriendo un camino de comunión y esperanza para todos los cryentes.

En esa línea, pienso debemos hablar de la muerte y resurrección (elevación o plenificación) de María, como signo y promesa de resurrección para todos los que confesamos el misterio de Jesús (para todos los hombres y mujeres). Hay otras figuras importantes en la Cristiandad, empezando por Pedro y Pablo, por Juan Bautista y los profetas de Israel, pero entre todos loa iglesia destacado el camino creyente de María, por connaturalidad, por respeto a la historia de Jesús, por agradecimiento creyente.

230px-Mary's_tomb_PA180052Por eso quiero elaborar hoy algunas reflexiones en torno a la Muerte y Resurrección (Asunción) de la Madre de Jesús, en una línea más bien antropológica, sin detenerme en datos bíblicos, ni en dogmas de la iglesia.

Históricamente, tras la muerte de Jesús, María formó parte de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, donde fue venerada como Gebyra (Madre del Señor). Allí debió morir, siendo enterrada, posiblemente, en el lugar que ahora se llama Basílica de la Asunción (junto al torrente Cedrón, cerca del Huerto de los Olivos).

La imagen 1 recuerda el lugar donde ella fue enterrada, conforme a una tradición que parece fiable. Los creyentes de su comunidad (los judeo-cristianos de Santiago) buscaron para ella un sepulcro honroso, en la zona baja de la ciudad de Jerusalén, fuera de las murallas.

Allí se mantuvo la tradición de la vida y muerte de la Madre de Jesús, en el contexto de una iglesia judeo-cristiana, que mantuvo cierta independencia respecto a las Iglesias helenistas.

La imagen 2 , la fachada de la actual Basílica de la Asunción, con el lugar de la tumba de María, que está en manos de Cristianos ortodoxos orientales. Es una Iglesia humilde, de origen antiguo, con fachada románica “occidental”, del siglo XII, construida en tiempo de las cruzadas. Sigue siendo la Iglesia mMriana más importantes de la Cristiandad, aunque los cristianos católicos no la tengamos muy en cuenta y “prefiramos” a veces los modernos santuarios Marianos, desde Santa María la Mayor de Roma, hasta las basílicas de Guadalupe (España y Méxido) Lourdes y Fátima.

icono_la_dormicionLa iglesia helenista posterior, partiendo de los evangelios de Lucas y de Juan, puso de relieve el valor simbólico de la Madre de Jesús, por su decisión al servicio de la fe (de la encarnación del Hijo de Dios), de manera que ella vino a convertirse pronto en signo y testimonio de vida cristiana, tanto en Oriente (en la Iglesia ortodoxa actual), como en Occidente.

En esa línea, la Iglesia “descubrirá” y confesará más tarde que María murió con Jesús (vinculada a su misterio) y que resucitó con él (de un modo radical, no puramente físico)… De esa forma, sobre esa base, la Iglesia estableció la fiesta de su Asunción de María a los cielos.

Desde ese fondo (como heredero de las iglesias helenistas y queriendo recuperar la vida histórica de María, una mujer judía, madre querida de Jesús) quiero ofrecer en esta fiesta una simples reflexiones sobre el signo de la Asunción de María

En esa línea ofreceré una reflexión que puede inspirarse en la Imagen 3, que es el icono” tradicional de la fiesta de la Muerte y Asunción de María.

Conforme a una tradición antigua, Maria murió rodeada por los apóstoles, que fueron a despedirla. El mismo Jesús “bajó” para recoger su “alma” (su identidad personal, su vida entera, su cuerpo y alma en sentido actual) e introducirla en el misterio de la humanidad que culmina de Dios.

En el principio está la muerte.
Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere
Así murió la Virgen María.

Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, sino que forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal.

Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere… Así lo han destacado sobre todo los judíos, el pueblo de María; ellos no han querido evadirse de la muerte, como han hecho otras culturas. De esa forma, mirando cara a cara hacia la muerte, han aprendido y han sabido que la muerte nos reduce a la suma soledad, pudiendo, al mismo tiempo, abrirnos a la vida de los otros (por quienes morimos, con quienes morimos).

Si no muriéramos no dejaríamos sitio en el mundo para los que vienen. Si no muriéramos haríamos imposible la vida de nuestros sucesores. Tenemos que morir para que otros vivan, abriendo con nuestra vida y muerto un cuerpo en el que ellos pueden encarnarse y seguir el camino de Dios.

La muerte nos da miedo, el miedo supremo

Pero sólo por la muerte podemos gozar de verdad y dar la vida a los demás.

«Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo… Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal».

Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía (La Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44).

En un sentido, ese saber sobre la muerte es maldición, como ha visto el relato del “pecado ejemplar” de Adán/Eva, en Gen 2-3: “el día en que comas morirás…”. Pero, en otro sentido, este morir (saber que se muere) puede y debe convertirse en bendición, en el momento culminante del sí a la vida, a la vida de Dios, a la vida de los otros. Sólo los hombres pueden morir por los demás; sólo los hombres pueden dar de verdad su vida, abrir su cuerpo, para que otros vivan de su mismo cuerpo (como Jesús, como María).

Sólo porque sabemos que vamos a morir podemos vivir, arriesgarnos y amar de verdad a los otros. Un hombre de este mundo, condenado a no morir, sería el mayor de los monstruos, un ser angustioso y angustiante.

Morir es muy duro. Pero mucho más duro sería no morir

Una vida para siempre sólo tiene sentido cuando cambien las condiciones de este mundo, como ha querido Jesús, como han querido y quieren millones de personas, que esperan y desean una resurrección. Sólo por la muerte (cuando damos la vida a los otros, como Jesús en la cruz) puede haber resurrección (ascensión al cielo).
Así lo han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús, sabiendo que Jesús ha muerto porque vivía, ha muerto para vivir (para que llegue el Reino), ha muerto para que otros vivan. Así lo visto la iglesia, descubriendo que todos los creyentes (¡todos los pobres!) mueren y resucitan y suben al cielo con Jesús, a un cielo de carne, de cuerpo y alma. Por eso han podido aplicar esta experiencia a María, madre y hermana de todos, en Jesús.

Sólo aquel que acepta la muerte puede vivir en plenitud

Sólo aquel que acepta la muerte (y que es capaz de morir en amor y por amor) puede vivir en plenitud, vive por siempre (como vemos en María).

El autor judío ya citado, Rosenzweig, supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con una mentira piadosa, diciendo que son inmortales y añadiendo que la muerte no es más que una apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista.

Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. Los hombres mueren ese el destino; mueren y no son felices… pero todavía serían más infelices si no pudieran morir. Los hombres mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor a todos, como ha hecho Jesús, como ha hecho María.

Morir en cristiano es dar la vida

En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe, cuando afirma que el sentido de la vida está en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura y dureza y enigma (¡Dios mío, Dios míos! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en signo de solidaridad, en vida que se abre (como ha visto de un modo impresionante el evangelio de Juan, al descubrir que del costado muerto de Jesús brota la vida, de manera que la misma muerte es ya resurrección).

Pues bien, la Iglesia ha creído que María ha muerto como Jesús, dando la vida. Por eso la venera en la muerte, como signo de Resurrección y de Ascensión (Asunción). Éste es el contenido de la fe, de la fe en la carne resucitado y compartida.

Asunción de María

Morimos solos, pero morimos, al mismo tiempo, para todos y con todos. Morimos en Dios, de manera que nuestra vida (nuestra carne) pueda hacerse vida y carne (cuerpo) para los demás.

Ésta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, ésta es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios: se ha hecho “cuerpo mesiánico” para todos.

En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, que es mujer, madre de Jesús, que “sube al cielo como mujer plena”, es decir, como persona en forma de mujer. Esta es la fe que Pío XII definió en 1950, poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su Hijo Jesucristo, diciendo que

«La Inmaculada Madre de Dios…
cumplido el curso de su vida terrestre,
fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»
(Denzinger-Hünermann 3903
).

Este dogma se puede aplicar a miles y millones de cristianos (que creen en la resurrecciòn), pero también a los miles de millones que no creen, pero que viven, quizá sin saber, en el interior de la Vida que es Dios.

El Papa dice que María ha culminado su camino, ha terminado (ha muerto), alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, viniendo a presentarse así como un signo para el conjunto de la humanidad, que también ha de ser elevada en carne (cuerpo y alma) a la gloria de Dios, que es la justicia fraterna, que es la comunión de vida entre los hombre y mujeres.

No hay para María inmortalidad del alma, sino resurrección total, de la persona, es decir, despliegue y plenitud del cuerpo mesiánica del que María forma parte, como supo la iglesia primitiva. Pero lo que el Papa dice de María puede y debe decirse con ella de todos los que mueren en amor, en la vida de Dios, del Dios que les recibe en su Vida.

Un curso, una carrera: en cuerpo y alma.

El Papa dice que “transcurrido el curso” de la vida de María, ella ha culminado su “carrera” en Dios. Ha sico una carrera hacia la muerte, en comunión con los demás, a través de Cristo, su hijo, y de todos sus restantes hijos y hermanos (cf. Mc 3, 31-35).. Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús, que se expresa y expande en el camino de la Iglesia.

Un tipo de antropología helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos. En contra eso, situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y de culminación pascual, este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como persona histórica, en comunión con las demás personas que han estado y siguen estando implicadas en su vida.

Este dogma nos sitúa en el centro del misterio cristiano,

vinculado a la muerte y resurrección de Jesús, vinculado al “cuerpo y alma” de los hombres y mujeres, de todos los que de un modo o de otro, quizá sin saberlo, están unidos a Jesús.
Como he dicho, este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su naturaleza; no escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera ofrecido algo que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube (resucita) al acabar el curso de su vida.

Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma experiencia pascual, asumiendo con Jesús la muerte. María aparece así como primera cristiana completa, pues la vemos en Jesús y por Jesús como primera de los resucitados.

María Reina

La tradición de la iglesia ha vinculado la Asunción con la Coronación de María como reina del cielo y de la tierra. Ella es Reina de tal forma que todos somos con ella (por Jesús) los reyes. Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: a través de su vida mesiánica, al servicio del evangelio de Jesús, habiendo superado toda forma particular o egoísta de búsqueda de sí, María ha sido recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de paloma).

De esa manera su misma carne queda integrada en el misterio de Dios, pero no en nombre propio, de un modo exclusivo, sino en nombre y del conjunto de la historia humana.

Dios, humanidad suprema

El mismo Dios que se ha encarnado en Jesús recibe en su gloria la carne de su humanidad (su gran cuerpo mesiánico), empezando por la carne de María, su madre. Por eso dirá el Vaticano II que ella no se puede separar de los creyentes, pues su camino sigue siendo el camino de la Iglesia o, mejor dicho, de la humanidad entera, abierta hacia Dios a través de una solidaridad de vida y muerte, de generación y solidaridad encarnada (cf. Lumen Gentium, 63-65).

Carece de sentido hablar de una Asunción exclusiva de María, pues ello iría en contra del gran principio de la unión de los creyentes en la carne. Los artículos finales de la confesión de fe (creo en la comunión de los santos y en la resurrección de la carne) sólo pueden entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de manera que se hable al mismo tiempo de una comunión de la carne de la historia (no un plano de ideas o principios generales), para superar así el pecado y la injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos, en la culminación de historia.

Asunción en cuerpo y alma, el hombre ser mortal.

El hombre es un ser que nace «por gracia de Dios» y que parece morir por múltiples razones (por condición biológica, por experiencia biográfica, quizá por algún tipo de pecado…). Lo cierto es que sólo el hombre muere, pues él es el único que nace. Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, pues forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal.

Cada hombre, en cambio, es auto-presencia, se identifica consigo mismo desde Dios, es único en el mundo y en la historia. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo… Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía .Pues bien, este morir puede entenderse como expresión del amor de Dios, como momento culminante de una personal de encuentro con Dios y de apertura a los demás. Esto es lo que han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús; eso es lo que la Iglesia ha expandido y aplicado a María.

Rosenzweig supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con la mentira piadosa de que ellos son inmortales, añadiendo que la muerte es una pura apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista.

Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. No hay más respuesta que la fe en el Dios de la Vida, que se expresa en la propia entrega de la vida a favor de los demás, es decir, en el camino y entrega de la muerte, no en contra de ella. Sólo se puede superar el dolor de la muerte aceptándola. Esta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios.

En esa línea se entiende el dogma de la Asunción.

El dogma no dice cómo murió María y algunos han podido afirmar que fue arrebatada directamente (sin haber muerto en el sentido externo) a la Gloria del Cristo, como 1Tes 4, 17 supone para los justos de la última generación, pero esa opinión no tiene fundamento en la tradición de la iglesia.

María murió y fue enterrada, y es muy probable que lo fuera en el entorno de la Iglesia de María que está junto al torrente Cedrón de Jerusalén, cerca de Getsemaní, en la falda del Huerto de los Olivos, y que su memoria se conservara allí, en el contexto de una comunidad Judeo-cristiana que no fue reconocida por la Iglesia helenista posterior de Jerusalén.

Sea ello como fuere, la iglesia sabe que María ha culminado su camino, alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, y abriendo un camino para el conjunto de la humanidad, que está siendo elevada en carne a Dios.

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