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“500 años despertando”, por Gema Juan, OCD

Jueves, 16 de abril de 2015

16862716125_503b0cc78c_mDe su blog Juntos Andemos:

Teresa de Ahumada despertó a la vida un 28 de marzo, en 1515. Llegó de madrugada, desvelando a la familia y como anunciando ya que iba a pasar su vida despertando a las gentes.

Tal vez, porque pasó gran parte de su vida despertándose, pudo contagiar el hambre de luz que llevaba en sí. Y por lo mucho que le había costado acabar de despertar, abrir los ojos a la verdad, ya no los cerraría nunca a lo verdadero, ni permitiría a quienes andaban cerca de ella, dejar de vivir de cara a la luz.

A poco de comenzar el Libro de la Vida, Teresa escribió: «Comenzó [Dios] a despertarme de edad, a mi parecer, de seis o siete años». Y entrada en la adolescencia, contará que necesitó de «la buena compañía [de una monja] para tornar a despertar».

Despertaría, después, el valor que tenía en su interior, para atreverse a hacerse monja. Y, aunque al explicar cómo salió de su casa, escribía: fue «haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante», también confesó que «a la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy». Así despertó en ella la vocación.

Apenas dos años después de ingresar en el monasterio de la Encarnación, Teresa enfermó gravemente. Reviviría de un modo inesperado, del que ella siempre dijo que era hacedor su querido san José y pensó que ya nunca perdería la luz recobrada con la salud. Sin embargo, poco después, volvió a perder el rumbo: «¡Quién dijera que había tan presto de caer, después de tantos regalos de Dios… que me despertaban a servirle!», y supo lo que era estar más enferma en el alma que en el cuerpo.

«Hasta que por su bondad lo puso todo [el Señor]… no ha habido en mí sino caer y levantar» —decía, Teresa. Y así anduvo, hasta que se dejó del todo en sus manos. A partir de entonces, despierta sin retorno y podrá decir: «Ya mi alma la despertó el Señor… y no quiere Su Majestad que se torne a cegar».

Quien así hablaba de su propia vida, había peleado con una «sombra de muerte». De viva voz y con la tinta de su pluma, mil veces había dicho que «deseaba vivir». Y haciéndose a sí misma una radiografía, escribía: «De mi natural suelo, cuando deseo una cosa, ser impetuosa en desearla». Teresa quería vivir y poseía una gran vitalidad.

Contaba Julián Marías que desde finales del s. XV, había en España «una acumulación increíble de vitalidad». Y lo que explica sobre la vitalidad, cuadra muy bien a esta mujer que, a principios del s. XVI, llegaba al mundo. Porque la vitalidad –decía Marías– consiste en la gana de vivir, en la aceptación de la vida, aunque sea adversa, y por tanto incluye infortunios y dificultades.

Y todavía añadía que para que la vitalidad fuera auténtica –y en ella cifraba el pensador buena parte de la regeneración social– necesitaba un punto sólido en el que asentar, para poder llevar adelante proyectos.

Teresa encontró en Cristo esa columna inquebrantable en la que apoyar su vida y sobre la que permanecer despierta. Una vez que hizo de Él su apoyo, ya no volvió atrás, ni se replegó en sueños vacíos. Y toda su increíble aventura fundacional, todavía sin asimilar tras cinco siglos, da cuenta de su vitalidad. De un empuje que –como seguía diciendo Marías– hace avanzar «sin que cuenten demasiado las dificultades, que se aceptan como un reto, un estímulo, una posibilidad de dar la propia medida».

Teresa tomó su medida de Cristo y con Él hizo frente a la catarata de obstáculos que encontró. Así, pudo decir a sus hermanas: «De penas que se acaban no hagáis caso de ellas cuando interviniere algún servicio mayor al que tantas pasó por nosotros». Cuando algo mayor está en juego, las dificultades son «penas que se acaban».

Las ganas de vivir que tenía hacían que quisiera contagiar a todos la alegría que había encontrado: la de entender que Jesús estaba siempre presente, en ella misma y en la vida del mundo, para «despertarnos, y no una vez sino cada día».

Esa certeza dejó en Teresa una «muy gran gana de no hablar sino cosas muy verdaderas», es decir, dejó en ella el deseo de dedicarse a lo que merece la pena, a las cosas que valen. Por eso, tantas páginas de sus obras hablan del amor, del «amarnos unos a otros». De un amor verdadero y concreto, que «no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras». Y por eso decía: «Si entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio».

Teresa lleva despierta 500 añosy aún le queda mucho por decir . Sigue intacto su más profundo afán, su pasión por despertar: «El gran deseo que tengo de ser alguna parte para ayudaros a servir a este mi Dios y Señor».

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