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Óscar Romero, mártir de la justicia social

Domingo, 8 de febrero de 2015

20110318_TheMartyrsDel blog de Xabier Pikaza:

Dentro de un mes se cumplen treinta y cinco años de su asesinato (24. 03. 80), que le llegó en el momento justo, como a Jesús, después de haber recorrido tres de pasión con su pueblo y como su pueblo de El Salvador.

El pasado 3. 02. 1015 el Papa Francisco ha confirmado su martirio (in odium fidei), por odio a la fe de manera que no se necesita un “milagro” para que sea declarado beato, cosa que se hará en breve. Yo quiero presentarle aquí como mártir del compromiso social, es decir, del mensaje y camino del Reino, igual que Jesús

Con esa ocasión, retomando una postal anterior de este blog (22.03.10) y la semblanza que le dedico en el Diccionario de Pensadores Cristianos, quiero recordar de nuevo su figura. Oficialmente, Óscar Romero es ya mártir de la fe (in odium fidei), que ahora (según el Papa Francisco) se identifica con la justicia social (in odium iustitiae)

Para todos aquellos que le queremos, San Romero ha sido y sigue siendo testigo y promotor del valor de los hombres concretos y en especial de los más pequeños, en una sociedad como la nuestra, donde algunos se elevan y triunfan matando (o dejando morir) a los pobres, por motivos económicos y políticos.

Introducción

romero2Su “vida pública”, como arzobispo de San Salvador duró tres años, como la de Jesús y no dejó a nadie indiferente. Unos lo consideraban un profeta, un mártir, un luchador por la paz y el diálogo, un hombre de Iglesia; otros, por el contrario, veían en él a un revolucionario, un agitador de masas, un político frustrado que promovía la crispación, un personaje en busca de notoriedad social. Por eso le mataron los políticos e ideólogos (¡incluso religiosos!) de su tierra, con la colaboración de la Nueva Roma Imperial (USA).

El rostro amable de Romero, esculpido en piedra entre D. Bonhoeffer y M.Luther King en abadía de Westminster, Londres, junto a los «nuevos mártires» del siglo XX, invita a mantener la esperanza contra toda desesperanza.

Esta figura emblemática de la Iglesia Latinoamericana sigue estando especialmente presente en la memoria y el cariño de los más humildes de El Salvador. El recuerdo de su asesinato trae a la mente una forma equivocada de solucionar los conflictos políticos y sociales, pero también atestigua la permanente tentación de recurrir a la violencia para resolver los problemas molestos.

El recuerdo de su asesinato, unido al de la muerte de Jesús proclama la certeza y la fuerza de la esperanza que vence cualquier desesperación e impotencia; desde la vida entregada del Señor Jesús pueden mantener su dignidad los hombres y mujeres que sufren las injusticias de los poderosos o la instrumentalización de quienes siguen dominando los resortes religiosos de la vida de los pueblos.
Una memoria personal

Fui a verle hace unos años a su tumba, en la cripta de la catedral. Allí está tumbado, como en los sepulcros medievales. Una mujer de pueblo, trabajadora muy pobre, me dijo: No, eso no es Monseñor Romero. Le han hecho muy mal. Él no está muerto ahí, sino que está vivo, de pie, nos está recibiendo ¿No le ve Usted? Yo le llevo aquí, en mi camisera, Usted puede verlo. Está vivo en mi vida.

Creo que no volveré a su tumba. Él está vivo en el pueblo de El Salvador, está vivo en todos los que, de un modo o de otro, seamos cristianos o no, recordamos su memoria. Yo la quiero recordar, uniéndole al Cristo resucitado, su amigo y modelo. Gracias, Óscar Romero por haber vivido. Para recordar su trayectoria retomo y rehago y unas palabras de D. G. Groody, Globalization, Spirituality and Justice, Orbis New York 2007).

Experiencia fundante.

Ciertamente, Romero se había preocupado por los pobres a lo largo de toda su vida, pero la Conferencia de Obispos de Medellín, su experiencia del sufrimiento del pueblo en su propio país y su sensibilidad ante las injusticias que ese pueblo sufría, hicieron que se robusteciera su conversión a Cristo y a los pobres.

Unas semanas después de haber sido nombrado arzobispo, el 22 de febrero de 1977, uno de sus buenos amigos, que trabajaba mano a mano con los pobres, Rutilio Grande SJ, fue brutalmente asesinado por los escuadrones de la muerte de El Salvador . El asesinato de Grande marcó un impacto significativo en la vida de Romero, aunque Grande no fue el primero de los asesinados. De todas formas, como observa Jon Sobrino, tras este acontecimiento, cayeron las escamas de los ojos de Romero, de manera que pudo ver más claramente las estructuras de imperio, que conducían al sufrimiento injusto de la gente de su país (cf. J. Sobrino, Arzobispo Romero. Un Obispo con su Pueblo, Sal Terrae, Santander 1981).

En los meses y años que siguieron a la muerte de Grande, fueron asesinados muchos otros sacerdotes, religiosas y agentes de pastoral. Entre ellos había religiosas como Dorothy Kazel, Ida Ford, Maura Clarke, y trabajadores laicos como Jean Donovan, que fueron asesinados el 2 de diciembre del 1980. Estas muertes tuvieron una gran repercusión pública, pero hubo también muchos catequistas, organizadores de asambleas de trabajo, periodistas, estudiantes, personas vinculadas al servicio médico y más de tres mil campesinos, que eran asesinados cada mes. Ellos deben ser añadidos a la lista de los iconos de justicia, aunque sus muertes hayan sido en gran parte desconocidas, no reconocidas y no publicadas. A través de estos injustamente asesinados, Romero se encontró en el centro de una guerra dirigida en contra de los pobres

Metáfora central.

La metáfora central que configuró la visión espiritual de Romero y de su sacerdocio fue Cristo crucificado y el pueblo crucificado de El Salvador. Él afirmaba lo siguiente:

Cada vez que miramos a los pobres…descubrimos el rostro de Cristo… El rostro de Cristo se encuentra entre los sacos y cestas de los trabajadores del campo; el rostro de Cristo se encuentra en aquellos que son torturados y maltratados en las prisiones; el rostro de Cristo está muriendo de hambre en los niños que no tienen nada que comer; el rostro de Cristo está en los pobres que piden a la Iglesia, con el deseo de que su voz sea escuchada

El Cristo crucificado iluminó la visión de Romero hasta que exhaló su último aliento. El 24 de Marzo de 1980, dentro de la iglesia del Hospital de la Divina Providencia, dispararon sobre Oscar Romero y le mataron mientras celebraba la misa. Imitando a la de Cristo, la misma vida y muerte de Romero fue una expresión sacramental del amor crucificado de Dios hacia el mundo, a favor del pueblo sufriente de El Salvador y de otros muchos, más allá de ese pueblo. Su brutal asesinato seguirá sembrando semillas de esperanza y de vida para todos aquellos que luchan por una mayor justicia social y que profesan la fe en un Dios liberador, cuyo amor no puede ser extinguido ni siquiera por la muerte.

Teología operativa.

El eje principal en torno al cual giró la vida de Romero fue la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. En ésa línea, él creyó que había sido llamado a “sentir con la iglesia”, especialmente en la medida en que ella sufre en el mundo. Romero creía que la misión de la Iglesia consiste en proclamar el Reino de Dios, que es el reino de “la paz y la justicia, de la verdad y el amor, de la gracia y de la santidad… para conseguir un orden político, social y económico que responda al plan de Dios”. (cf. R. Brockman, The Word Remains: A Life of Oscar Romero, Orbis Books, Maryknoll NY 1982, 5).

Él predicaba diciendo que el compromiso a favor de este Reino implica una conversión personal y colectiva. Él afirmaba que el Reino de Dios está muy cerca y pedía a los hombres y mujeres que se arrepintieron y abandonaran la violencia, si es que querían entender las buenas noticias del evangelio y salvarse. Romero hablaba en contra de las estructuras que nacen y crecen a través de “la idolatría de la violencia y de un tipo de justicia absolutizada, dentro del sistema capitalista de la propiedad privada, que justifica el poder políticos de los regímenes de seguridad nacional” (cf. Oscar Romero, “ La voz de los sin voz UCA, San Salvador 1980).

En el fondo de estas palabras, él quiso encarnar la conversión que predicaba. Una vez le visitó un funcionario eclesiástico y le hizo saber que sus modestas habitaciones, en el Hospital de la Divina Providencia, no eran “adecuadas” para un arzobispo. Él estuvo de acuerdo y le explicó que, dado que la mayoría de sus fieles vivían en chozas de cartón, sus habitaciones resultaban comparativamente demasiado lujosas. Para Romero, la conversión significaba abrir la propia vida a los pobres, viviendo en solidaridad con ellos, no como alguien superior que les da limosnas, sino como un hermano o hermana que camina en solidaridad con ellos.

Él insistía en que “una Iglesia que no se une a los pobres, a fin de hablar desde el lado de los pobres, en contra de las injusticias que se cometen con ellos, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo” . Algunos percibían esa actitud como una deformación de la misión de la iglesia y como una contaminación de la iglesia con la política, pero Romero contestaba.

La iglesia ha de ocuparse de los derechos del pueblo… y de la vida que está en riesgo… La iglesia ha de ocuparse de aquellos que no pueden hablar, de aquellos que sufren, de los torturados, de los silenciados. Esto no implica dedicarse a la política… Seamos claros. Cuando la iglesia predica la justicia social, la igualdad y la dignidad del pueblo, defendiendo a los que sufren y a los que son amenazados, esto no es subversión, esto no es marxismo; ésta es la verdadera enseñanza de la Iglesia.

Él creía que “la fe cristiana no nos separa del mundo, sino que nos introduce en el mundo”. Aunque se enfrentó de lleno con los desafíos políticos de su tiempo, él no fue simplemente un activista social, sino también un hombre de honda oración y meditación, que le ayudaron a mirar más allá y debajo de la superficie de los acontecimientos, descubriendo las verdades más profundas de la realidad. A menudo, él suspendía las discusiones más intensas y acaloradas con sus consejeros, a fin de orar sobre las decisiones que debían tomar. Romero supo que sin Dios no es posible alcanzar la verdadera liberación. Él fue un testigo de que la justicia debe ocuparse de las dimensiones históricas de este mundo, pero nunca perdió de vista la dimensión trascendente de la liberación. En esa línea, él afirmaba siempre que sin Dios no puede hablarse de liberación. Ciertamente, “sin Dios se pueden alcanzar algunas liberaciones temporales; pero las liberaciones definitivas sólo pueden alcanzarlas los hombres y mujeres de fe” .

Contribución a la justicia.

A lo largo de su vida, Romero intentó que la sociedad no cayera en manos de la pura violencia. Pues bien, después de su muerte, la nación de El Salvador se vio envuelta en una guerra civil en toda regla. Según los cálculos más conservadores, esa guerra llevó a la muerte de más de setenta y cinco mil personas, aunque son muchos los que creen que el número de muertos fue de hecho tres veces más grande. Ante el rostro de una tragedia de dimensiones tan dramáticas, y dentro de una cultura global cada vez más interesada en “tener más”, Romero mantuvo siempre el ideal de “ser más” .

El legado más importante de su vida fue el ofrecimiento de su propia vida a favor del pueblo al que amaba . Romero pensaba que “el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida es el testimonio de aquellos que están dispuestos a dar su propia vida” . Poco antes de su muerte, el afirmaba:

El martirio es una gracia que yo creo que no merezco. Pero, si Dios acepta el sacrificio de mi vida, quiero que mi sangre sea semilla de libertad y un signo de que esta esperanza se convertirá pronto en realidad. Que mi muerte, si es aceptada por Dios, esté al servicio de la liberación de mi pueblo y sea un testimonio de esperanza en el futuro.

En ese mismo tiempo, unos días antes de su muerte, Romero insistía en lo siguiente: “Debo decirle que, como cristiano yo no creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo resucitaré en el pueblo salvadoreño”. La fe Romero en el Dios de la vida, aunque rodeada de amenazas de muerte, ha inspirado a innumerables personas que han luchado a favor de la justicia, incluyendo a Ignacio Ellacuría y a los otros cinco jesuitas y a las dos mujeres que fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989. Actualmente el Centro Oscar Romero se encuentra en el lugar donde ellos fueron asesinados.

La aportación de Romero reside también en al carácter ordinario de su vida.

Él era un hombre miedoso, cariñoso y con dudas. Su transformación, que le llevó a dejar de ser un hombre de iglesia seguro y conservador, para convertirse en un defensor profético de los pobres, abre un camino de esperanza para todos aquellos que están abiertos a la acción de Dios en su propia vida y que quieren encontrarle en medio de las ambigüedades y complejidades de nuestro mundo contemporáneo e incluso en medio de las incertidumbres de tener que encontrar nuestra ruta de navegación en busca de paz.

ROMERO, OSCAR (1917-1880).
Pikaza, Diccionario de Pensadores Cristianos, Estella 2010, 782-783

diccionario-de-pensadores-cristianosObispo católico de El Salvador, defensor de los derechos humanos, asesinado el año 1980. Romero había sido un piadoso hombre de Iglesia, un sacerdote culto, amigo de la justicia, aunque alejado de la vida real de su pueblo. Pero unas semanas después de haber sido nombrado arzobispo, el 22 de febrero de 1977, uno de sus colaboradores, el P. Rutilio Grande SJ, fue asesinado por los escuadrones de la muerte.

Ese acontecimiento transformó su vida y, desde ese momento hasta su muerte, a lo largo de tres años de intenso compromiso episcopal se convirtió en la voz de los que no tenían voz, denunciando los crímenes de la dictadura económica y social de su pueblo y anunciando de una forma muy concreta las exigencias y dones del evangelio, en sus homilías radiadas cada domingo a todo el país. De esa manera puso de relieve la presencia de Cristo en los pobres, empobrecidos y asesinados:

1. Un evangelio social.

Desde esa perspectiva redescubrió Romero el sentido de de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, anunciando un Reino de Dios que implica “la paz y la justicia, la verdad y el amor, la gracia y la santidad… para conseguir un orden político, social y económico que responda al plan de Dios”. De esa forma, su predicación, siendo radicalmente evangélica, vino a presentarse como teología política. Así anunciaba que el Reino de Dios está muy cerca y pedía a los hombres y mujeres que se arrepintieran y abandonaran la violencia, si es que querían entender las buenas noticias del evangelio y salvarse, oponiéndose a las estructuras que nacen y crecen a través de “la idolatría de la violencia y de un tipo de justicia absolutizada, dentro del sistema capitalista de la propiedad privada, que justifica el poder político de los regímenes de seguridad nacional” (La voz de los sin voz, San Salvador 1980).

A su juicio, la conversión significaba abrir la propia vida a los pobres, viviendo en solidaridad con ellos, no como alguien que les da limosnas desde arriba, sino como un hermano o hermana que camina en solidaridad con ellos. Por eso quiso que la Iglesia se encarnara en los pobres, a fin de hablar desde el lado de ellos, en contra de las injusticias que padecen, pues una Iglesia que no encarna en los pobres no es la verdadera Iglesia de Jesucristo: «La iglesia ha de ocuparse de los derechos del pueblo… y de la vida que está en riesgo… La iglesia ha de ocuparse de aquellos que no pueden hablar, de aquellos que sufren, de los torturados, de los silenciados. Esto no implica dedicarse a la política… Seamos claros. Cuando la iglesia predica la justicia social, la igualdad y la dignidad del pueblo, defendiendo a los que sufren y a los que son amenazados, esto no es subversión, esto no es marxismo; ésta es la verdadera enseñanza de la Iglesia» (Su Pensamiento I, 29).

2. Un evangelio espiritual.

Romero se enfrentó a los desafíos políticos de su tiempo, pero no fue sólo un activista social, sino también un hombre de honda espiritualidad, de manera que sus tres años de “vida pública” vinieron a convertirse en sus años de “universidad cristiana”. En ese tiempo, en contacto con los oprimidos de su pueblo, denunciando la injusticia y violencia de los asesinos, pero siempre desde la paz de Dios, fue descubriendo y expresando el verdadero pensamiento cristiano. De esa forma vino a convertirse en testigo de que la justicia debe ocuparse de las realidades históricas de este mundo, manteniendo siempre la dimensión trascendente del evangelio. Así afirmaba siempre que sin Dios no puede hablarse de liberación, pero sin liberación no puede hablarse tampoco de Dios en sentido cristiano.

A lo largo de esos tres años intensos de episcopado liberador, Romero intentó que la sociedad no cayera en manos de la pura violencia y, sin embargo, en un sentido externo, él fracasó, pues le asesinaron los poderes oficiales de la violencia. Más aún, tras su muerte, el país por el que vivió (El Salvador) vino a caer en una gran guerra civil. A pesar de eso o, quizá mejor, por ello mismo (a través de su martirio), Romero ha ofrecido uno de los testimonios mayores de vida cristiana en el siglo XX. Él mismo afirmaba, poco antes de morir, sabiendo que podían asesinarle en cualquier momento (pues nunca aceptó escoltas o medidas extraordinarias de seguridad, que la gente del pueblo no podía permitirse), que el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida es el testimonio de aquellos que están dispuestos a dar su propia vida .

Desde esta perspectiva, Mons. Romero aparece como uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Así pudo decir:

Como cristiano, yo no creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo resucitaré en el pueblo salvadoreño.

Mons. Romero y sus compañeros mártires (como → I. Ellacuría) siguen siendo testigos de la misericordia de Dios en un mundo sin misericordia. Sus están siendo publicadas por el Arzobispado de El Salvador, con el título: Mons. Romero. Pensamiento I-VIII (El Salvador, 2000). Sobre su vida y obra, cf. J. Sobrino, Arzobispo Romero. Un Obispo con su Pueblo (Santander 1981); R. S. Pelton (ed.), Romero: A Bishop for the Third Millennium (Notre Dame IND 2004).

 

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