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Trinidad 2: Fe y compromiso por la Vida (Dios para bilbaínos)

Domingo, 15 de junio de 2014

10376315_294065450770654_6391167332274990797_nLeído en el blog de Xabier Pikaza:

Presenté ayer las cuatro primeras tesis de un pequeño manifiesto sobre (a favor) de Dios, que proclamé hace años en Bilbao, en la línea de la famosa apuesta de Pascal.

La fe en Dios es gracia, no necesidad, ni demostración. Quien quiera necesidades o demostraciones vaya a otro lugar, busque otro camino, pues en ese campo, Dios sobra. Dios no es algo que echábamos de menos, sino Alguien a quien echamos de más, sorprendidos, gozosos.

En esta “apuesta de Dios” jugamos a la carta de Jesús, un buen “argumento”, en la línea del compromiso por la vida. Quien quiera seguir con el tema, lea…

Desarrollé estas tesis hace algunos años en una Semana de Pensamiento Cristiano y Diálogo, organizada por la diócesis de Bilbao, cuando me llamaba la gente del obispo. Hace tiempo que no me llama; quizá tendría que llamarles yo, y decirles que me inviten… Pero lo que entonces dije sigue teniendo sentido, y así vuelvo a presentarlo.

Este trabajo (lo de ayer y lo de hoy) está publicado, pero ya no lo encuentro. Por eso, tiro de la “memoria” antigua de mi disco duro… Dejo las notas a pie de página, que son más pesadas, presento sólo el texto, de este “discurso sobre Dios para bilbaínos”. Buen día a todos.

TESIS V

10258051_836954609666969_4561908327869219612_nCreer en Dios supone abrirse a la experiencia de un nosotros que intenta ser gratuito, transparente, dirigido a todas las mujeres y los hombres de la tierra. En esta perspectiva, Dios se puede definir como el nosotros fundamental y primigenio

Creer en Dios supone decidirse por la comunión interhumana, superando los dos riesgos del intimismo burgués y el colectivismo socializante. El intimismo quiebra los caminos de apertura y me confina en los límites pequeños de un grupito de iniciados, mientras todo el resto de los hombres queda condenado a luchar en un nivel de pura competencia. El colectivismo destaca lo genérico y por ello tiende a destruir los individuos, impidiéndoles ser libres dentro del encuentro. Frente a eso la fe de los cristianos se formula como apuesta y compromiso en favor del surgimiento de un nosotros, de una comunión en la que el yo y el tú se plenifiquen en ámbito de encuentro más extenso.

Ciertamente, los cristianos parten de la búsqueda humana del nosotros, como realidad que sobrepasa el ámbito genérico y desborda el simple encuentro dual entre personas. Como dice el Evangelio, es necesario superar un plano de familia natural para encontrarse abiertos a un nosotros de amor y compromiso libre entre personas. Se trata de un nosotros que no es simple suma de individuos previamente independientes y formados. Tampoco es un encuentro tangencial de seres que se tocan sólo en periferia. Entendemos por «nosotros» aquella realidad originariamente personal y personalizante que emerge allí donde los hombres viven en nivel de comunión gratuita, cercana, transparente.

Mirada desde un lado, esta comunión resulta lo más frágil: parece que no tiene sustantividad ni consistencia y siempre se halla a merced de los embates de la moda o los diversos movimientos populares y sociales de los tiempos. Pues bien, tomada más al fondo y desde el Evangelio, esta comunión resultas lo más fuerte: en ella se desvela la potencia decisiva de lo humano. El hombre no culmina desde sí y en relación al otro: es persona desde un ámbito de encuentro más extenso que le asume, le transmite su lenguaje y le introduce en su propio campo de existencia. Por eso hay algo nuevo en el encuentro entre personas: una comunión, una especie de nueva sustantividad, que fundamenta a cada uno de los individuos.

Pues bien, esta realidad de comunión sólo recibe su plena consistencia en la apertura a lo divino: no estamos simplemente dislocados, unos frente a otros; tampoco nos hallamos diluidos en un todo que acaba por quebrarnos. Somos en libertad, unos junto a otros, formando así un espacio de comunión personal donde es posible hacernos transparentes, superando los principios de la pura imposición y de la lucha entre los hombres. Digo que esta comunión sólo es posible en apertura a lo divino. Esto sucede por dos causas: a) En el fondo de la vida humana hay algo que no es tuyo ni tampoco es mío. Es nuestro, en comunión, puesto que el mismo Dios así lo garantiza, b) Esa comunión no es algo que nosotros descubrimos en el mundo o que inventamos en razón de nuestro esfuerzo. Dios mismo es comunión, antes de todos los caminos de los hombres.

Dios es comunión. Es más que un simple yo-absoluto (autoconsciente, encerrado en sí mismo), más que encuentro dual de Padre-Hijo (yo-tú). La Iglesia le presenta como espacio de amor que se comparte, como libertad y transparencia, gratuidad y comunión originaria. Por eso le ¡lamamos Espíritu Santo. Esta es nuestra quinta definición. Partiendo de ella podemos precisar algo mejor lo que supone este nosotros personal que está ligado a la afirmación del yo de los cristianos.

El nosotros de Dios tiene un aspecto fontal, originario: Padre e Hijo, como yo-tú, sólo pueden distinguirse y amarse en plenitud de cercanía partiendo de ese amor abierto que es su misma esencia primigenia. Pero, al mismo tiempo, ese nosotros de Dios tiene un carácter conclusivo: es algo así como la meta de Dios, lo que resulta del proceso de amor en donde el Padre y el Hijo se regalan mutuamente la existencia. Ese nosotros tiene para el cristiano un nombre: es el Espíritu
Santo.

Lo que resulta claro después de todo esto es que el «nosotros» (la unidad común y abierta), siendo a la vez principio y meta, nunca puede interpretarse como simple suma de individuos; aparece por sí mismo como personal, no pertenece al plano del cosmos o la vida sin más; por eso forma parte de eso que podríamos llamar la personalidad (libertad, autonomía, ser) del yo, del tú y de todos los miembros que lo integran. Para llegar a ese nivel de personalidad común en el Espíritu de Dios es necesario superar los extremismos ya nombrados.

Hay que superar el individualismo burgués de los que piensan que el ser de la persona acaba en los límites del yo y en la pequeña familia de los suyos. Estrictamente hablando, quien así piensa y actúa no puede ser cristiano. Quizá trate de Dios y le defina de maneras conceptualmente elevadas, pero al fondo no es creyente; sólo se ocupa de sí mismo y no descubre el ser de comunión abierta, ser de donación y vida compartida del Espíritu divino.
Hay que superar los riesgos del colectivismo, sea de clase social, de raza biológica o de pueblo. Tampoco los que dicen nosotros de una forma impositiva creen. Quizá aluden a Dios, quizá le vean reflejado en los anales de su vida colectiva y de su lucha. Pero estrictamente hablando no aceptan al Dios de comunión libre, abierto a todas las personas, en gesto de gratuidad, reconciliación y transparencia.

Por eso, creer en Dios que es Espíritu de amor supone buscar la comunión entre los hombres. Todavía no se ha manifestado lo que somos. Simplemente estamos en camino hacia el misterio intenso y grande de lo humano

TESIS VI

Creer en Dios supone estar comprometido en el proceso de la historia, confesando a Jesús como Señor y asumiendo su entrega por el reino en favor de los pequeños y los pobres

Hasta ahora hemos hablado del sentido del «yo» (sujeto), su apertura al «otro» (alteridad) y su inclusión en el espacio del «nosotros» (comunidad). Falta un elemento esencial en la estructura humana: la emergencia de la historia. El hombre sólo existe en cuanto forma parte de un proceso, en un camino de realización que se funda en el pasado y se abre hacia el futuro. Pues bien, ¿puede hablarse de historia sin manifestación de Dios?, ¿puede hablarse de fe sino se asume su presencia y actuación en medio de la historia? De eso tratan las notas que siguen.

Ciertamente, sabemos que el hombre es historia: no está ya realizado de antemano, se realiza por medio de un proceso en el que va gestando sus posibilidades de existencia. Veamos. El hombre tiene unas potencias de ser que se explicitan básicamente a través de su capacidad de pensar (entendimiento) y de actuar (voluntad). Pero esas pontencias se deben concretar en cada caso y se concretan a través de eso que ZUBIRI llama posibilidades: lo que el hombre puede realizar de hecho en cada momento de su proceso vital. En otras palabras: a partir de unas potencias que permanecen constantes, el hombre va creando o descubriendo posibilidades concretas de actuación y de existencia. Eso es lo que llamamos ahora historia.

Según esto, los hombres son más de lo que son: son lo que pueden realizar (posibilidad) y lo que de hecho realizan (actualidad) en cada uno de los momentos de su proceso histórico. A partir de aquí se viene a formular la pregunta clave: ¿interviene Dios en el camino de realización del hombre?, ¿cuál es la posibilidad de ser que ofrece a nuestra historia? La respuesta, de acuerdo a nuestra tesis, reza: Dios ofrece al hombre la posibilidad definitiva de su realización. Esta tesis sólo puede sostenerse en el caso de que Dios mismo se desvele como historia y se halle internamente implicado en el camino de los hombres.

Dios mismo es historia. Este es el primero de nuestros presupuestos. Dios mismo es un proceso de realización, de tal manera que aquello que llamamos su «potencia original» (su fuerza, hasta su esencia primigenia como generación, alteridad y encuentro) se ha desplegado de una forma concreta a través de Jesucristo, en medio del espacio de vida de los hombres, ofreciéndoles así un ámbito de realización definitiva en el Espíritu.
Por eso, historia de Dios e historia de los hombres se encuentran implicadas. Dios podía haber explicitado su potencia de amor de otra manera. Lo ha hecho por Jesús, en el Espíritu.

De esa forma su necesidad interna de amor pleno (su ser Padre-Hijo y Espíritu) se explícita y actualiza en el camino concreto de Jesús, a través del misterio de la encarnación. En otras palabras, Dios ha realizado su esencia trinitaria a través de Jesús, expresándose como divino dentro del mismo caminar de nuestra historia.

Por eso a Jesucristo se le puede concretar en dos niveles: Por un lado es la expresión total del Padre, el tú divino, el Hijo eterno; por otro lado es hombre, la posibilidad más elevada de la historia, aquello que no derivando de nuestro propio ser (no puede interpretarse como mera potencia humana) constituye el ámbito de culminación de nuestra realidad.

Pero dejemos ya este plano general y concretemos bien nuestro discurso. Decimos que creer en Dios supone aceptar a Jesucristo: recibirle como desvelación suprema de Dios, considerarlo como aquella posibilidad definitiva que decide, enriquece y culmina el camino de la historia. Por eso es necesario reasumir los gestos de Jesús en lo que tienen de más propio, más profundo, escandaloso,

a) A través de Jesucristo, Dios ha optado por los hombres: asume nuestro incierto caminar y toma como propio nuestro mismo futuro (encarnación).

b) Dios asume el mundo poniéndose de parte de los pobres. No toma las cosas simplemente como son para que todo siga como estaba. Dios hace suya la historia de la pequeñez, ofreciendo la posibilidad creadora de su esperanza (reino) y el gesto transformante de su amor (milagros, cercanía con los necesitados) entre los pobres de la tierra.

c) Dios mismo se hace pobre, muriendo sobre la cruz, en pleno desvalimiento. De esta forma indica que la posibilidad transformante y humanizadora de la historia no se encuentra en el camino de los grandes que triunfan y se imponen sobre los pequeños. Dios aparece como gratuidad, entrega silenciosa, silencio esperanzado.

d) Sólo así es posible la resurrección interpretada no como victoria del poder, sino como exquisita gratuidad del que, muriendo, ofrece a los demás espacio de existencia.

Al llegar aquí la fe se ha desvelado como escándalo, es decir, ruptura de todos los principios que nosotros habíamos ligado a Dios y a nuestra creatividad impositiva.

‒ Hay un escándalo de Dios. Le habíamos creído fuerte por dominio y ahora le encontramos creador en la autoentrega liberadora. Le habíamos deformado, presentándole como vengativo, competidor del hombre, celoso de su propia supremacía. Ahora descubrimos que es todopoderoso al ser en Jesús nada-poderoso, es humilde, callado, como amor que se ofrece delicadamente, hasta el final, sin obligarnos nunca por la fuerza. Sobre ese escándalo de Dios se hace posible nuestra historia, como libertad, gratuidad, esperanza.

‒ Hay un escándalo del hombre. Creer significa revisar nuestras concepciones sobre el progreso y el poder, el triunfo del hombre y sus principios. Allí donde se asume la Cruz comienza a interpretarse la historia de otra forma, como gratuidad, creación no impositiva, esperanza en medio de la muerte

TESIS VII

Creer en Dios significa optar por la creatividad, siguiendo el camino de Jesús crucificado, a través de un compromiso de no violencia que nos puede llevar y lleva hasta la reconciliación definitiva

Tres palabras clave sustentan esta formulación: 1. Creer implica crear: abrir un espacio para que los otros sean, confiando en ellos y ayudándoles; asumir la propia responsabilidad, entregando lo mejor de sí mismo y asumiendo la certeza de que, a través de la propia entrega, puede surgir y surge una vida que merece la pena. 2. Pero creer supone crear sin violencia impositiva. Hay una violencia que es valiosa: el riesgo de la propia entrega por el bien y por los otros, el esfuerzo creativo del que da de sí, ofreciendo lo mejor por una causa de libertad. Pero también existe una violencia destructora: es la de aquellos que intentando destacar oprimen a los otros, poniéndoles a un servicio e impidiéndoles realizarse. Quien emplea ese camino engaña, nunca crea. 3. Finalmente, creer implica estar abiertos hacia la reconciliación, por un camino de confianza en los demás y entrega de la propia vida.

Estos elementos de la creatividad se oponen frontalmente a lo que en nuestro tiempo se ha llamado la ley y la espiral de la violencia: parece que el hombre sólo puede realizarse cuando busca su propia plenitud y para ello oprime a los demás; no deja que se expresen, no les deja destacarse y los convierte en servidores de su propio egoísmo.

Estrictamente hablando, esta violencia implica negación: no puedo tolerar que el otro sea, tengo que negarle, suprimirle, dominarle; así se ha establecido una especie de reinado estructural de la violencia que consiste en impedir que el otro sea, presentándole a manera de chivo emisario o responsable de mis males.

Pues bien, el pensamiento político y social de nuestro mundo no consigue superar ese reinado de violencia si no es con el principio que podemos llamar de negación de la negación: tengo que invertir los términos y, usando también medios de dureza, imposición o legalismo (negación) me comprometo a vencer la enfermedad de la violencia (que es la primera negación). Tiene ese principio un cierto valor que gustosamente resaltamos: hay un momento en el que la espada puede defenderse de la espada; la violencia revolucionaria puede elevar su voz en contra de otros tipos de violencia institucionalizada. Pero, llegando hasta el final, esto resulta absolutamente insuficiente: quien acude a la violencia impositiva para defenderse de los otros y trazar el decisivo camino del hombre testifica que no cree en Jesucristo.

Jesús no opone su violencia a la violencia de los otros, no responde con la negación a las antiguas negaciones. Jesús ofrece vida allí donde le juzgan con la muerte, responde con la afirmación de la libertad allí donde le oprimen. Así instaura un proceso de transformación y vida creadora que desborda las fronteras de la muerte y puede condensarse en esos tres momentos:

a) Jesús acepta la violencia en el sentido de que la reconoce; no se evade del infierno, no lo esquiva; por el contrario, ha penetrado hasta la entraña radical de la violencia, conviviendo con enfermos, marginados, oprimidos y muriendo como un ajusticiado por delitos que parecen del pueblo.

b) Jesús responde a la violencia con el gesto poderoso de un amor que crea sin imposiciones: va ofreciendo conversión, regala vida; de esa forma muere en actitud de ofrenda por los otros.

c) Así transmuta de raíz las estructuras de la tierra: de pronto, el chivo emisario, cargado con las culpas y pecados de los hombres, vuelve del desierto, asume el peso que le imponen y ofrece su propio amor, abierto a todos; sufre la violencia de los poderosos y responde con su entrega no violenta. Sólo así ha resucitado y no se venga de aquellos que le han asesinado. Ofrece a todos su pequeñez creadora, su amor transformador y su camino abierto.

La fe consiste en asumir ese camino de Jesús interpretado como espacio definitivo de presencia de Dios. Por eso, allí donde se eleve la violencia los creyentes deben responder en actitud pacificadora: contestarán de un modo activo, esperanzado, como discípulos de un Cristo que ha entregado su vida por los otros. Esa respuesta es más que un simple gesto testimonial o de martirio; más que una actitud que sólo aspira a conducirnos fuera de este mundo.

Todos los creyentes de Jesús deben unirse en frente creativo. Será un frente que se opone a la violencia del destino: no somos juguete de una rueda caprichosa donde todo carece de sentido; merece la pena vivir y crear y entregarse por los otros. Nos uniremos en un frente que se opone a la violencia de los hombres que pretenden resolver los problemas del mundo con las armas: suscitaremos ámbitos de libertad, espacios de transparencia donde pueda dialogarse, condenando con todas nuestras fuerzas la carrera de armamentos, los tratados militares impositivos, la opresión de los más débiles, sea cual fuere su condición cultural, social o humana.

Esta actitud sólo es posible porque nos sustenta la fe de Jesucristo y porque caminamos fundados en su pascua. Sabemos desde ahora que la creación es don de gratuidad y no batalla que se impone luchando contra nadie. Sabemos que el Espíritu del Cristo sólo crea abriendo espacios de gratuidad.

Y sabemos que Dios mismo es no violencia; mejor dicho, es humildad y es cercanía, es vida que se ofrece sin imponerse, amor que se regala sin oprimir a los demás. Esta es nuestra SÉPTIMA CONCLUSIÓN.

Por eso apostamos desde ahora por la vida de Jesús y por su Espíritu, rompiendo ya con todas aquellas instituciones que se encuentran fundadas en la guerra y la injusticia, la violencia de los fuertes, el dictado de quien sea. Nuestro gesto habrá de ser aquí tajante: quizá tengamos que dejar a veces las «formas de este mundo», comenzando a vivir en descampado, como signo y anticipo de un camino de Jesús que ha de expresarse con toda su fuerza en este mundo abierto hacia su Pascua

TESIS VIII

Creer supone, finalmente, vivir ya desde ahora en la «substancia» o anticipo de aquello que se espera. Por eso hay en la fe dos elementos: a) el futuro del reino que se acerca; b) la presencia enriquecedora de sus signos

Situada en esta perspectativa, la fe se relaciona con tres gestos de honda validez humana: a) La profecía clásica de Israel tiene un matiz fundamentalmente negativo: descubre el pecado de los hombres, muestra la imposibilidad de una salvación que se realice por métodos humanos y sitúa a los creyentes ante el juicio de Dios, haciéndoles vivir en fe desnuda. Por el contrario, la utopía moderna tiende a destacar las posibilidades de una historia concebida de manera originalmente positiva; por eso ella no implica fe en la trascendencia sino simple confianza en los poderes de la historia, c) Finalmente la esperanza cristiana vive en la certeza de la redención de Jesús que se ha realizado en su raíz aun cuando no se haya expandido todavía plenamente.

Pues bien, la fe cristiana tiene algo que ver con la actitud de los profetas, sobre todo al situarnos en el centro de un misterio donde sólo Dios puede ofrecernos su palabra salvadora. Pero nosotros hemos desbordado ya el nivel de las antiguas profecías: creemos en Jesús y con Jesús nos encontramos arraigados en el mismo centro donde Dios se encarna. De todas formas, para delimitar mejor el tema, podemos situarlo al trasluz de la utopía.

Las utopías clásicas del siglo XVIII y XIX han vinculado elementos de sueño mesiánico y principios e ideales del progreso de la ilustración. MARX ha querido combatirlas por aquello que contienen de idealismo: no han trazado los caminos del cambio de la historia, han ensoñado. Por eso MARX intenta construir un socialismo que parezca verdaderamente científico, es decir, ligado al más exacto conocimiento de las realidades económico-sociales y la marcha de la historia. De todas formas, muchos marxistas de los últimos decenios, especialmente E. BLOCH, han reivindicado la importancia de las utopías: ellas alimentan la esperanza revolucionaria de los hombres y les llevan hacia el futuro de su propia esencia.

Juzgada a partir de la esperanza cristiana, la actitud utópica presenta tres riesgos principales: a) Tiende a situarnos simplemente dentro de las posibilidades del cambio intrahistórico; eso nos conduce a silenciar lo que en la fe hay de trascendencia y nos impide realizarnos a la luz de lo divino, b) Puede suscitar una actitud contraria, es decir, de autiutopía desesperanzada: el mundo se destruye desde dentro y al hombre no le queda más salida que acercarse hacia sus propios funerales, c) Finalmente puede suscitarse una actitud de dualismo que escinde historia y suprahistoria: la historia es el lugar donde el hombre va creando sus propias utopías; todas ellas tienen rasgos muy valiosos, pero todas acaban fracasando; pues bien, allí donde eso pasa, allí donde termina siendo útil el camino de los hombres nacería simplemente una esperanza que
ahora no es humana, el puro más allá de los desesperados de este mundo.
Ninguna de estas respuestas nos parece plenamente fiel al cristianismo. En Jesús no hay lugar para la simple utopía positiva intrahistórica ni tampoco para el riesgo de la pura antiutopía. No se pueden escindir tampoco los momentos del presente y del futuro: más allá del profetismo negativo, los cristianos saben que a partir del nacimiento, vida y pascua de Jesús es necesario hablar de la presencia de Dios sobre la tierra. Por eso en nuestra fe se mezclan y completan dos momentos:

‒ Hay un aspecto de gozo y plenitud: se ha cumplido el tiempo y en Jesús nos encontramos ya salvados; por eso la esperanza es firme y nunca puede confundirse con las metas conseguidas en la tierra ni se pierde con ningún fracaso de la historia,

‒ Hay un espacio para la vida en este mundo, hay una historia que está abierta hacia las varias mediaciones. Por mediaciones entendemos los signos que alimentan y reflejan la verdad de esa esperanza: son los signos que Jesús ha comenzado en el camino de su historia, el perdón, la acogida de los pobres, la liberación de los oprimidos, signos que ahora pueden y deben realizarse dentro de la Iglesia. Esto nos lleva a valorar la dignidad y la importancia de ciertas utopías, ligadas a la democracia, la libertad o la justicia; también ellas se pueden presentar en forma de signo positivo (y siempre deficiente) de la esperanza de Jesús.

Pero tenemos que dar un paso más. La esperanza cristiana, propiamente hablando, está ligada a la existencia de Dios como historia de amor que se realiza en medio de nosotros. Ya no existen esperanzas más o menos ligadas a un misterio religioso. Ya no existen esperanzas más o menos ligadas a un misterio religioso. Lo que existe de verdad es el Dios de la esperanza. Desde aquí trazamos lo que sigue.

Jugando, quizá, con el lenguaje pudiéramos decir que Dios mismo se presenta, por un lado, como utopía verdadera y, por el otro, como la topía o lugar donde los hombres pueden realizarse. Dios es la utopía interpretada en un sentido originario: el más allá, por simple trascendencia. Pero, al mismo tiempo, Dios es la topía, es, el espacio verdadero de la vida de los hombres. En fórmula que viene de ZUBIRI y que ahora puede concretarse en nuestra perspectiva, diremos que Dios-as trascendente (desborda lo creado) desde dentro de las cosas, por dentro de la historia. Por eso debemos presentarle como espacio y tiempo de nuestro caminar, como ámbito de nuestra esperanza. No nos ha creado para deshacerse de nosotros y arrojarnos fuera de su entraña; nos ha creado para situarnos en su propio espacio de amor originario, en el encuentro del Padre con el Hijo en el Espíritu.

Pues bien, sabiendo que espacio y tiempo se hallan implicados, podemos añadir que Dios no es sólo la topía de nuestra realidad; podemos llamarle también nuestra khronía, la medida original de nuestro tiempo, más allá del movimiento de los astros, más allá de las diversas mutaciones de la vida. Dios es, a la vez, espacio y tiempo, es topía y es khronía, es el ámbito del ser, la historia primigenia en que nosotros podemos realizarnos. Por eso, en palabra de carácter semifilosófico, diremos que no existe panteísmo: somos creaturas y no Dios; nuestra grandeza consiste precisamente en ser independientes. Pero existe y defendemos un tipo de nuevo panenteísmo: Dios ha querido que surjamos dentro de su propio movimiento de amor, en el proceso de la entrega (generación, respuesta y comunión) del Padre con el Hijo en el Espíritu.

A partir de aquí podemos presentar la OCTAVA CONCLUSIÓN: Dios es la plenitud de toda realidad, como principio y sentido, espacio de realización y meta de la historia personal y comunitaria. Por eso, creer en Dios implica esperar el cumplimiento total de su misterio, más allá de las utopías históricas, desbordando la negatividad del mensaje profético, desde el centro de la misma encarnación de Jesucristo .

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