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“La comparecencia del Vaticano ante la ONU”, por Raúl Lugo.

Domingo, 25 de mayo de 2014

curas4La ONU concluye que el Vaticano violó la Convención contra la Tortura en los casos de abusos sexuales.

El Vaticano ha violado la Convención contra la Tortura en los casos en los que podía haber impedido abusos sexuales y no lo hizo, o en las ocasiones en que ni investigó ni denunció los hechos delictivos, según la ONU.

Interesante artículo que hemos leído en el blog de Raúl Lugo Iglesia y Sociedad:

La semana pasada publiqué en este espacio algunos de los puntos más relevantes de las observaciones que el Comité de la ONU que vigila el cumplimiento de la Convención de los Derechos de los Niños/as, recibiendo y revisando los informes que periódicamente los Estados que han firmado y ratificado la Convención deben presentar, ha hecho al estado Vaticano o Santa Sede. Mi propósito al publicarlas en esta columna era propiciar una mirada a las observaciones como un conjunto y en su contexto original, para no basar nuestras opiniones y comentarios solamente en lo que la prensa de distintas tendencias ha estado publicando.

No cabe duda que la comparecencia del Vaticano ante el Comité es un hecho histórico. Después de la presentación de un primer informe en 1995, diez años antes de la muerte de Juan Pablo II, el Vaticano regresa ante el Comité –con un considerable retraso, como bien se señala en las Observaciones– habiendo enfrentado en este tiempo una de las más grandes crisis de su historia. La develación de los abusos cometidos por cientos de ministros ordenados contra menores de edad en diversas partes del mundo y el emblemático caso del fundador de los Legionarios de Cristo minaron la credibilidad de la iglesia y llevaron su prestigio internacional a uno de los niveles más bajos que hayamos conocido en la historia. Quien no parta del reconocimiento de este dato, difícilmente podrá comprender por qué la comparecencia de la Santa Sede ha suscitado tanto revuelo mediático.

Las recomendaciones de la ONU pueden parecer duras, pero apuntan a asuntos sustanciales. La Convención es uno más de los instrumentos internacionales que han ido forjando la llamada cultura de los derechos humanos, quizá el mayor signo de los tiempos de nuestra época. La respuesta que la iglesia ofrezca ante este nuevo paradigma definirá su pertinencia para los tiempos modernos.

Algunos articulistas que han salido en defensa de la Santa Sede interpretan las Observaciones del Comité de la ONU como un ataque de los enemigos de la iglesia. Lo hacen seguramente de muy buena fe y con amor a la institución. Pero a mí me parece una posición errónea. Argumentar, por ejemplo, que la ONU no parece preocuparse de que en los Estados Unidos hayan sido cinco veces más los casos imputados a pastores de comunidades protestantes que a sacerdotes católicos, no apunta a la resolución del problema que tenemos que enfrentar los católicos, sino que nos recuerda solamente el adagio de las abuelas: mal de muchos, consuelo de tontos. No habrá posibilidad de asumir la responsabilidad de la iglesia si no comenzamos por reconocer la gravedad de lo que ha pasado y tomamos medidas claras, transparentes y verificables de que estamos decididos a no permitir que tales cosas vuelvan a repetirse.

Y no me refiero a los crímenes de pederastia. Probablemente habrá siempre algunas personas que, explicable o inexplicablemente, incurran en ese delito. Lo que tenemos que entender es que la vergüenza mayor de la iglesia no ha sido que algunos de sus miembros más cualificados hayan incurrido en acciones criminales contra menores de edad, sino que la institución haya encubierto a los perpetradores de esos delitos y haya puesto su prestigio (éste sí, mundano en lenguaje de la teología del cuarto evangelio) por encima de la compasión hacia las víctimas.

Y todo parece partir de una verdad que, de tan clara, resulta apabullante: los abusos sexuales contra menores de edad son un delito, un crimen que debe ser perseguido. La conciencia actual del bienestar pleno de niños y niñas implica garantizarles una vida en la que ellos/as estén libres de ese tipo de violencia. A nadie se le ocurriría que un ministro religioso que ha robado un banco, que ha defraudado a alguien o que ha participado en un secuestro, evada la acción de la autoridad civil y la sanción que le corresponde. Da un poco de vergüenza que haya jerarcas que públicamente insistan en la distinción entre pederastia y efebofilia, no porque no sea algo que deba discutirse objetivamente en otros ámbitos, sino porque dan la impresión de hacerlo para exculpar a los criminales y seguir garantizándoles impunidad.

Por eso me ha gustado que, a contrapelo de los “defensores” de la iglesia, el Papa Francisco haya impulsado, como un gesto de alto simbolismo, que unos días después de la publicación de las Observaciones del Comité la plana mayor de los Legionarios de Cristo haya hecho público un documento en que, de manera abierta y por primera vez en la historia de la Congregación, se haya reconocido los actos criminales de su Fundador. Al quebrar la contumacia de esa institución se da un signo sencillo y tardío, pero claro, de que la tolerancia cero va a seguirse estableciendo en toda la iglesia.

No es cierto que el Comité de la ONU haya minusvalorado lo que en la iglesia universal se ha hecho para combatir el problema de la pedofilia entre el clero. En varias ocasiones el Comité reconoce los esfuerzos emprendidos por la Santa Sede. Pero es cuando menos ingenuo afirmar que las Conferencias Episcopales de muchos países hayan asumido con toda energía los esfuerzos por limpiar la iglesia de la impunidad que ha rodeado a ese tipo de casos. El encubrimiento continúa y en los corrillos clericales abundan las justificaciones que impiden que la seriedad con que la Santa Sede quiere enfrentar el problema se haga una realidad universal.

Diré una última palabra como discípulo de Jesús y miembro activo de la iglesia católica. Si esta crisis de credibilidad no nos impulsa a regresar al evangelio, a desempolvar nuestra teología, particularmente nuestra teología moral, de tantas telarañas que no forman parte del mensaje original del Maestro de Nazaret; si no comprendemos que la cultura de los derechos humanos representa el desafío civilizatorio más relevante de este cambio de época y nos dejamos confrontar por ella descubriéndola como un signo de los tiempos y no interpretándola, en cambio, como si fuera un ataque a nuestra identidad cristiana; si seguimos manteniendo como si fueran verdades eternas posiciones morales que pueden ser renovadas a la luz de las mejores conquistas de las ciencias; entonces creo sinceramente que estaremos perdiendo una oportunidad histórica y seremos responsables de la irrelevancia cada vez mayor de esta institución a la que, en medio de sus virtudes y defectos, sigo amando con dolorido, pero sostenido amor.

El mundo, aquel al cual Dios tanto amó hasta el grado de entregarle a su Hijo único, espera de nosotros un testimonio cada vez más claro de fidelidad al evangelio. La iglesia, para ser fiel a su Fundador, tiene que ponerse de parte de las víctimas. Y en los casos de pederastia clerical las víctimas, no nos equivoquemos, son los menores agredidos, no los perpetradores del delito. La exigencia de que los abusadores y sus encubridores institucionales rindan cuentas claras de sus actos y afronten la sanción que les corresponde, no es un ataque a la iglesia, como algunos quieren hacer ver, sino la oportunidad de que entremos en un camino de sincera conversión que nos ayude a sacar a la institución eclesiástica de la profunda crisis en la que se haya sumida. No es, por mucho, el único campo en que la iglesia necesita una profunda reforma. Pero es urgente para dar un signo claro que reivindique el sufrimiento de tantos niños y niñas y muestre al mundo la intención firme de que no permitiremos que delitos tan graves vuelvan a cometerse impunemente.

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