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“Acompañar a Jesús (II)”, por Gema Juan OCD.

Martes, 15 de abril de 2014

13365854333_9d5f925054_mDe su blog Juntos Andemos:

A Teresa de Jesús le conmovía mucho lo que le había sucedido a Jesús tras su entrada en Jerusalén, y en una Cuenta de conciencia escribió lo que hacía cada año al llegar el domingo de Ramos: «Procuraba aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo».

En esta misma Cuenta, escribirá algo que entiende de su Señor: «Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y gózasla tú con tan gran deleite». Teresa ve al Crucificado en el Cristo viviente, al Señor de la vida en el hombre entregado. Y la experiencia que relata aquí es la de reconocer a Cristo, siervo sufriente, que da su vida para que todos vivan. El siervo de Yahveh que se convierte en luz, para ella y para las gentes.

Antes, en una de sus Exclamaciones, había dicho, y muy encendidamente, que era tiempo de acompañar a Jesús, de «acompañarle en tan gran soledad». Para eso, Teresa solo va a pedir una cosa: «Miradle». Responde así ante aquel hombre de quien se dice que es «evitado de los hombres… y ante quien se vuelve el rostro». Ella no vuelve el rostro, decide mirarle.

«Miradle… miradle camino del huerto… lleno de dolores… perseguido… en tanta soledad… cargado con la cruz». Mirar al Crucificado es reconocerle encarnado y presente en el mundo real. Y es acompañarle en su misión.

Si Él lleva sobre sí las enfermedades de la humanidad, si abre los ojos a los ciegos y los cerrojos de las cárceles y lo hace promoviendo el derecho y sin quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante ¿qué hará quien elige mirarle y acompañarle?

Es así como se puede acompañar al Jesús que camina hacia el calvario, así el dolor de los sufrientes olvidados o silenciados. Porque ese hombre al que Teresa mira, se corresponde con muchos hombres y mujeres llenos de dolores, perseguidos, solos… que también son evitados.

La identificación de Jesús –que «muestra la flaqueza de su humanidad antes de los trabajos» y después es fuerte por puro amor– con los dolientes resulta natural desde la experiencia teresiana. Dice ella: «¡Oh Jesús mío!, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mayor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente». Así se posee más enteramente a Dios.

Después, dirá Teresa, «siempre que advierte se halla con esta compañía». Intimidad y solidaridad crecen a la par. La piedad –el amor entrañable– se acrecienta: «Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres», y el corazón comprende mejor «cómo nunca se quita de con él este verdadero amador, acompañándole, dándole vida y ser».

Teresa quería acompañar a Jesús y se vio acompañada por Él: «no podía dejar de entender estaba cabe mí». Quiso consolarle y se vio sumergida en la alegría de la confianza: «de este amor nace confianza». Y sintió que Cristo le partía el pan y que le pesaba a Él lo que padecía ella. Quiso «ayudar en algo al Crucificado» y se vio lanzada hacia delante: «Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso?».

Acompañar a Jesús es ir «por el camino del amor… por solo servir a su Cristo crucificado». Y Teresa no se engaña, es firme porque está convencida de que en el seguimiento de Jesús se juega la baza de vivir realmente en unión con Dios. Por eso va a decir: «Este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras» y que quienes siguen este camino querrían «abrazar todos los trabajos, y que los otros, sin trabajar, se aprovechasen de ellos», porque eso hizo «el buen amador Jesús».

«Miradle» —repite incansable Teresa. Porque tiene experiencia de que Él está pendiente de ello, esperándolo, y siempre responde: «Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con él a consolar y volváis la cabeza a mirarle».

Años después, terminando de escribir Las Moradas, tras grandes y profundas experiencias con Dios, volverá a hablar de dar de comer a aquel hombre que, al poco de ser aclamado, emprendió el camino que le llevaría a la muerte. Y, de nuevo, sus palabras encierran una lección de vida: acoger y acompañar a Cristo es recibir y cobijar al necesitado. «Creedme, que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer… Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben».

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