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“Los papas y la pederastia”, por Guillermo Sánchez

Domingo, 23 de febrero de 2014

NiñollorandoLeído en La Excepción:

Un informe del Comité de los Derechos del Niño de la ONU del 5 de febrero de 2014 destaca el incumplimiento por el Vaticano de la Convención de los Derechos del Niño.

La Iglesia Católica Romana (ICR) ha sido tradicionalmente, y sigue siendo, más dura que nadie en su moralismo sexual. No se ha limitado a establecer unos criterios y normas de conducta sobre sus fieles, sino que siempre ha intentado imponerlos sobre el conjunto de la sociedad (algo que ha conseguido en los estados confesionales). Es una organización que presume de su identidad cristiana y de su excelencia moral.

Para colmo, la ICR introdujo en la Edad Media normas absurdas y totalmente contrarias al evangelio, como el celibato de los ministros. Aunque ciertos estudios afirman que el celibato no incide en un mayor índice de abusos, lo cierto es que hasta representantes de la propia ICR han reconocido esa relación. Por ejemplo, el cardenal británico O’Brien declaró: «Me doy cuenta de que muchos curas han encontrado muy difícil gestionar el celibato» (La Razón, 25.2.13); él mismo renunció ante Benedicto XVI “por motivos de edad” tras ser acusado por sacerdotes y seminaristas «que supuestamente fueron víctimas de la conducta indebida del cardenal cuando se encontraban bajo su tutela durante la década de los 80» (La Razón, 25.2.13). Por cierto, pidió perdón y renunció, pero no se entregó a las autoridades para responder de sus delitos.

Desde que se han ido destapando los incontables abusos cometidos en el seno de la ICR en las últimas décadas (en realidad estos hechos han ocurrido siempre, como demuestra la historia –p. ej., ya en el siglo XVII “san” José de Calasanz encubrió a un abusador–), muchos jerarcas y apologetas (como el cardenal Dolan) se han defendido diciendo que otros colectivos presentan unas tasas más altas de abusos a niños. Pero el caso es que, aparte de la exactitud o no del argumento y de la miseria moral que implica, esos otros colectivos no han tejido nunca una red jerárquico-administrativa tan gigantesca para tapar los abusos del colectivo, como ha hecho el papado. Esa es la clave.

La misma estrategia victimista aplicó el cardenal Ratzinger en 2002, cuando afirmó: «Estoy personalmente convencido de que la permanente presencia de pecados de sacerdotes católicos en la prensa, sobre todo en Estados Unidos, es una campaña construida, pues el porcentaje de estos delitos entre sacerdotes no es más elevado que en otras categorías, o quizá es más bajo. En Estados Unidos vemos continuamente noticias sobre este tema, pero menos del 1% de los sacerdotes son culpables de actos de este tipo. La permanente presencia de estas noticias no corresponde a la objetividad de la información ni a la objetividad estadística de los hechos. Por tanto, se llega a la conclusión de que es querida, manipulada, que se quiere desacreditar a la Iglesia» (citado en Zenit, 19.4.05; añadimos negrita en las citas).

Las implicaciones de Juan XXIII, Juan Pablo II y Benedicto XVI

El veneradísimo Juan XXIII (en proceso de canonización por la ICR) ya emitió en 1962 un documento que «se centra, en principio, en la relación sexual entre un sacerdote y un miembro de su congregación. Sin embargo, en la medida en que se avanza en la lectura del texto se hallan instrucciones referidas a “las obscenidades perpetradas por un clérigo con un joven de cualquier sexo, o con animales”. Los obispos de todo el mundo eran llamados a manejar estos casos de la manera “más secreta posible”» (Diario de Córdoba, 18.8.03).

Posteriormente, tal como resumía y documentaba Paolo Flores d’Arcais en un artículo imprescindible (El País, 14.4.10), el papa Juan Pablo II y su cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y después papa, Joseph Ratzinger «impusieron una obligación taxativa a todos los obispos, sacerdotes, personal auxiliar, etcétera, para que no llegara a las autoridades civiles nada de lo que tuviera que ver con casos de pedofilia eclesiástica». Un motu proprio de Wojtyla señalaba: «Cada vez que el ordinario o el superior tuvieran noticia con cierta verosimilitud de un delito reservado, tras haber realizado una indagación preliminar, la señalarán a la Congregación para la Doctrina de la Fe». Como explica Flores d’Arcais, «papa y prefecto informados de todo (es más, siendo los únicos en saberlo todo) son, exclusivamente, quienes tienen la primera y última palabra acerca de los procedimientos que se han de seguir. La “pena” máxima (casi nunca infligida) no va más allá de la reducción al estado laico del sacerdote. Por lo general, el castigo se limita a trasladar al sacerdote de una parroquia a otra. Donde, obviamente, reiterará su delito. “Pena” exclusivamente canónica, en todo caso. No ha de efectuarse denuncia alguna ante las autoridades civiles: “Las causas de esta clase quedan sujetas al secreto pontificio“», secreto cuya terrible naturaleza criminal se explica en el artículo.

Siendo Ratzinger papa, el cardenal de Nueva York Timothy Dolan pidió permiso al Vaticano en 2007 para blindar 57 millones de dólares ante la avalancha de demandas por abusos sexuales. «Entre los archivos hay una carta que Dolan envió al Vaticano en la que se explica esta transferencia de fondos en 2007: “Con este movimiento preveo una mejor protección de los fondos ante cualquier reclamo legal o de responsabilidad”, recoge. El Vaticano aprobó la solicitud en cinco semanas. […] Los archivos también revelan que persuadió a sacerdotes acusados de abuso para que abandonaran voluntariamente la Iglesia a cambio de sustanciosos beneficios, y cómo frenó los procedimientos canónicos impulsados desde Roma para echar a los que no cooperaban. En una ocasión, el Vaticano tardó cinco años en expulsar a un sacerdote abusador. […] “A medida que las víctimas se están organizando y se hacen públicos más casos, la posibilidad de un escándalo es cada vez más real“, escribió Dolan en 2003 en otra carta dirigida al entonces cardenal Joseph Ratzinger» (El País, 2.7.13).

En 2010 el Tribunal Supremo de Estados Unidos atendió el caso de una víctima que había sido objeto de abusos en Oregón en los años 60 por parte de un cura irlandés que ya había sido acusado de pederastia en Irlanda y posteriormente en Chicago. El Tribunal Supremo (con una mayoría de jueces católicos desde hace años) solicitó opinión al gobierno de Obama, quien «pidió a la Corte Suprema de su país otorgar al Vaticano inmunidad en los juicios de sacerdotes acusados de haber cometido abusos sexuales contra menores de edad en Estados Unidos» (TeleSur, 26.5.10). De este modo, Ratzinger y los jerarcas vaticanos se libraban de la posibilidad de tener que declarar en un tribunal. Ya en 2005 George Bush había otorgado inmunidad a Ratzinger, cuando la “Santa” Sede la había solicitado al convertirse este en jefe de estado por su cargo de papa (Diario Vasco, 29.3.10). Como siempre, los grandes poderes del mundo se unían para apoyarse en la impunidad y el abuso (ver El Eje Washington-Vaticano).

Posteriormente, el Tribunal Penal Internacional también cerró la vía de procesar a Ratzinger y sus colaboradores (Religión Digital, 15.5.13), y el Tribunal de Apelación de Oregón dictaminó contra la responsabilidad del Vaticano, con el argumento de la “Santa” Sede no tiene control de lo que hacen todos los sacerdotes en el mundo (La Razón, 7.8.13). Pero se obviaba la clave del asunto, que son las medidas obstruccionistas establecidas sistemáticamente por el papado.

Sólo como consecuencia de los escándalos difundidos por los medios de comunicación, Benedicto XVI, gravemente implicado en los encubrimientos durante décadas, comenzó a tomar algunas medidas, más de prevención que de resolución de casos del pasado (es decir, hasta hoy se mantiene la impunidad). Ha sido recientemente cuando la jerarquía ha empezado a dar instrucciones (y no lo está haciendo siempre) de que no se limiten a denunciar la pederastia internamente, sino que además se denuncie ante las autoridades civiles.

Ratzinger actuó enérgicamente en el caso del abusador Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, cuyos crímenes Juan Pablo II (también en proceso de canonización) y él mismo habían tapado sistemáticamente, como siguen denunciando sus víctimas. (Maciel falleció oportunamente, y sin haber sido procesado por sus fechorías, poco después de ser forzado a retirarse.) Por estas medidas, algunos cubrieron a Ratzinger de elogios, calificándolo de “barrendero de Dios” (¡!).

Con ocasión del último cónclave, el obispo maltés Charles Scicluna, fiscal del tribunal de la Doctrina de la Fe, ante la pregunta de si era justo que cuatro cardenales implicados por los escándalos de abusos estuvieran habilitados para elegir al nuevo papa, respondió: «Todos somos pecadores, y Dios sabrá obtener también cosas buenas de su presencia en el cónclave. Debemos tener cuidado al apuntar con el dedo acusador. Por lo demás, el primer colegio de apóstoles tampoco era para canonizarlo enteramente» (Páginas Digital, 26.2.13).

Como señala Alberto Athié, un antiguo sacerdote que denunció durante años sin éxito los sistemáticos abusos sexuales de Maciel (y cuyas denuncias ante la ONU finalmente consiguieron que ésta emitiera el reciente informe): «El procedimiento de desprecio a las víctimas, de encubrimiento a los pederastas, procede no solo de estrategias locales. Es una estrategia institucional. Con su fuente en el territorio del Vaticano y operado por la Santa Sede» (El País, 5.2.14).

Incluso algunos ultrapapistas sinceros han protestado, “sorprendidos” de ciertas conductas papales. Por ejemplo, Luis F. Pérez se escandalizaba de que ni Wojtyla ni Ratzinger hubieran tomado medidas contra el cardenal Law (Infocatólica, 3.3.10); hoy por hoy, Francisco sigue manteniéndolo en su retiro dorado en Roma.

Responsabilidad de Francisco

¿Qué tratamiento ha dado el papa Francisco a estos asuntos? Una de sus medidas ha sido establecer nuevas normas penales que incluyen disposiciones sobre abusos sexuales (Zenit, 11.7.13). Otra, nombrar una comisión de expertos sobre el tema (como suele decirse, crear una comisión es la forma elegante de quitarse un asunto de encima…).

El pasado 15 de enero Francisco puso en evidencia que, aparte de previsiones para el futuro, la interpretación del pasado sigue siendo la que se ha hecho hasta ahora. Dos enviados suyos comparecieron ante el Comité de la Convención de Derechos del Niño en Ginebra. Los miembros del Comité «no se mostraron muy satisfechos con las palabras del representante del Vaticano ante la ONU, Silvano Tomasi, que reconoció que entre el clero hay abusadores; aunque matizó que también los hay “entre los miembros de las profesiones más respetadas del mundo”. “Este hecho es especialmente grave” en el seno de la Iglesia, dijo, “ya que estas personas están en posiciones de gran confianza y son llamados a promover y proteger todos los elementos de la persona, como la salud física, emocional y espiritual”», reconoció, pero eludió una vez más la cuestión del encubrimiento papal desarrollado durante décadas. Y «tanto Tomasi como el obispo auxiliar de Malta, Charles Scicluna, el otro representante que participó en la comparecencia de más de seis horas ante los 18 miembros del comité de la ONU, respondieron con evasivas a las agudas e insistentes preguntas de estos expertos sobre los supuestos traslados de diócesis de los responsables de abusos, denunciados por las organizaciones de víctimas, la falta de transparencia en las investigaciones de la propia Iglesia o la respuesta del Vaticano ante estos casos. El mensaje de la Santa Sede fue constante: los religiosos no son funcionarios del Vaticano, dijo Tomasi, que argumentó que investigar y juzgar estos delitos corresponde a los Estados donde tuvieron lugar» (El País, 16.1.14).

Quizá los curas y frailes no sean funcionarios del Vaticano, pero es obvio que entre todos los jerarcas que los encubrieron muchos sí ostentaban ese rango. Precisamente las nuevas normas penales aprobadas por Francisco establecen claramente quién es funcionario (Zenit, 11.7.13). Pero eso vale para el futuro; ¿qué ocurre con el pasado? Y, de todos modos, se les llame o no funcionarios, ¿es que antes, ahora y siempre no tienen dependencia los curas –los de todo el mundo– de la jerarquía vaticana, con todo el peso del derecho canónico incluido?

Posteriormente, el informe del Comité de los Derechos del Niño de la ONU del 5 de febrero de 2014 ha venido a señalar «el incumplimiento por el Vaticano de la mayoría de las observaciones sobre el respeto de la Convención de los Derechos del Niño hechas en una anterior reunión del Comité, que tuvo lugar en 1995» (ABC, 5.2.14).

El Vaticano ha respondido con un comunicado que protesta por la «interferencia en las enseñanzas de la Iglesia católica sobre la dignidad de la persona humana», así como la violación «del ejercicio de la libertad religiosa», y Tomasi ha calificado el informe de la ONU de “ideológico” (La Razón, 6.2.14). No les falta algo de razón, pues el informe va más allá de la pederastia para entrar en juicios acerca de las posiciones de la ICR sobre sexualidad, aborto, etcétera. Algo lamentable, porque al mezclar asuntos se contribuye a desviar la atención del problema principal.

El portavoz de la Conferencia Episcopal Española, José María Gil Tamayo, ha hablado de una “inquisición laica” contra el Vaticano (Zenit, 9.2.14). Un disparate; y algo curioso el empleo del término, pues la Inquisición fue un invento de la ICR. ¿Acaso es mala cuando es laica, pero fue buena cuando era religiosa?

Derecho canónico

El informe destaca que «las reglas del derecho canónico y especialmente las que se refieren a la protección de los infantes ante la violencia, la discriminación y la explotación sexual no respetan lo dispuesto en la Convención de los Derechos del Niño y tienen que ser revisadas» (ABC, 5.2.14).

Llegamos aquí a una de las claves fundamentales en este asunto, que es la propia existencia de un “derecho canónico”. Este no tendría que ser contemplado más que como un conjunto de reglas internas de una institución privada, que jamás deberían colisionar con el derecho de los estados, como ocurre en no pocas de sus disposiciones (para colmo, muchas de las imposiciones del papado a los estados confesionales o semiconfesionales se basan en ese “derecho”). Todo sistema jurídico que se precie debería negarse a admitir que se trate propiamente de derecho. Al amparo de esas leyes eclesiásticas, algunos abusadores son “condenados” a «retirarse a una vida de oración y penitencia» (InfoCatólica, 23.6.11), pero no son entregados a las autoridades civiles para que les apliquen la pena correspondiente.

El propio concepto de derecho canónico, así como multitud de sus disposiciones, son radicalmente antievangélicos, como ya explicamos al analizar lo establecido para el matrimonio en ese código. No es de extrañar, cuando los principales fundamentos organizativos de la propia iglesia-estado romana, empezando por la institución papal, son totalmente opuestos a la Biblia.

Por muchas “reformas” que lleve a cabo, es muy improbable que Francisco modifique sensiblemente el código de derecho canónico, y desde luego de ningún modo suprimirá todo ese andamiaje normativo que pertenece a la esencia más profunda de la ICR.

En cuanto a la pederastia entre el clero, si Francisco realmente quiere zanjar este asunto, no es suficiente con medidas de prevención para el futuro. El principal empeño debería estar en mirar hacia el pasado, a lo que no contribuyen enfoques como el del cardenal Turkson, que considera que para juzgar la pederastia «es necesaria cierta comprensión histórica» (Religión Digital, 10.2.14). Muchos de los abusos cometidos no han prescrito todavía, por lo que se debería poner toda la maquinaria papal en marcha para entregar a las autoridades a los culpables. Y desde el punto de vista moral no hay prescripciones que valgan: la depuración de responsabilidades debería ser total, caiga quien caiga, y aunque afecte a la memoria de “venerables” personajes.

Para escribir al autor: guillermosanchez@laexcepcion.com
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