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Dom 9. 2. 14. Ciudad sobre el Monte, Sal-Lux .

Domingo, 9 de febrero de 2014

Del blog de Xabier Pikaza:

Dom 5, tiempo ordinario. Ciclo A. «Como una ciudad elevada sobre el monte, que no puede ocultarse… Vosotros sois sal de la tierra, sois la luz del mundo». Así describe Jesús a la Ciudad-Testimonio que debe ser la Iglesia verdadera

La Iglesia ha de ser Ciudad de la Sal que sirve para conservar y sazonar los alimentos. De sal viene “salario”, una de las formas primeras de dinero, un saquito de sal para los “voluntarios” de la vida, que no se les pudra la carne, que no pierda su gusto el cocido. Así han de ser los cristianos, sal del mundo, no sal que lo destruye todo cuando se vuelve insípida, convirtiendo la tierra en salares, llanuras inhóspitas de muerte, como en el Mar de la Sal, a unas leguas de Jerusalén.

‒ Ha de ser Ciudad de la Luz, faro y guía para los hombres y los pueblos, como quiso ser Jerusalén desde antiguo (cf. Is 60)
. Conservar el mundo con la Sal, alumbrarlo con la Luz de la esperanza, de la vida, esa es la tarea de la Iglesia. Luz necesita este mundo, pues hay muchos que se empeñan en cerrar los ojos y en cegar a los demás, haciéndoles esclavos, en contra de Jesús que vino a ofrece luz…

Mi encuentro con el tema de esta ciudad Sal y Luz fue muy antiguo. Recuerdo que era niño cuando los estudiantes mercedarios de Poio crearon, bajo auspicios de mi tío A. Ibarrondo, una revista titulada Sal-Lux, Sal y Luz… (allí hacia el año 1950).

Más tarde tuve el honor de ser por algún algún tiempo (1962-1964) director de esa revista. Nuestro lema era entonces el evangelio de este domingo: La Iglesia es Sal y Luz, ciudad elevada sobre el monte.

Queríamos ser Sal-Lux, buena Sal que conserva lo antiguo y lo mantiene, firme luz que sirve de guía a las naves y a las gentes, como aquella luz del faro que peinaba el agua de la ría. Muchos conservamos renovadas aquellas convicciones. Buen domingo a todos.

Texto. Mateo 5,13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.”

1. Ésta es la Iglesia del Monte, de la que habla Jesús

Una ciudad que es Monte, Monte de Piedad (¡eso eran los bancos antiguos!), Monte de Sal, altura de Luz, para los pueblos. Evidentemente, esta imagen no se entiende a la primera en las inmensas llanuras, tierras bajas infinitas…, sino entre pueblos y gentes que viven en torno a montañas, donde las ciudades se construyeron sobre las colinas, como en la tierra de Jesús, como en Jerusalén, ciudad del monte, altura hermosa, lugar donde deberían alumbrarse todas las naciones (cf. 2, 2-4; 60, 1 ss; Ap 21-22)

En contra de la ciudad-banco que se cierra en sí misma, como un cofre. El sistema quiere cerrarlo todo bajo llave, en el gran armario del Dios-Capital, considerado como fundamento o sustancia (cf. Lc 15, 13) de todo lo que existe, ‘mamona’ antigua (Mt 6, 24; Lc 16, 13), ídolo supremo de la modernidad. Ésta es la ciudad perverso y fuerte, porque engaña o enmascara todas las relaciones humanas, en clave de producción, al servicio del mercado donde el capital culmina su despliegue, para volver hacia sí mismo, en términos de efectividad y progreso, en compra-venta pura, encerrando a todos en su cárcel.

El evangelio se expresa y brilla como ciudad alta,montaña que se eleva, que emociona, que vincula con Dios (contemplación) y que reúne en amor a todos los hermanos. Éste es el monte de la piedad y del amor, de la concordia y de la vida, un tema querido para Jesús y para San Juan de la Cruz. Ésta es la ciudad del “buen capital” (cabeza, cabezo, altura), que no es moneda para tener, producir y vender (y capitalizar), sino don para dar y compartir. El hombre moderno siente vacío y por eso quiere asegurar la vida en lo que tiene, es decir, en el capital y así se pervierte (vierte mal) y construye formas de vinculación humano o globalización que destruyen a los pobres. Pues bien, en contra de eso, la Iglesia no tiene otra respuesta que el amor gratuito, desde su propia pobreza, en entendida en forma de comunión gratuita de la vida.

En ese monte donde sólo habita el amor de Dios, que es Sal que todo lo conserva, que es Luz que todo alumbra, ha situado Jesús su ciudad, elevada en amor, que atrae y vincula a todos los hombres… Desde esa ciudad del monte ha querido Jesús que bajen sus enviados (cf. Mt 28, 16-20) para anunciar a todos los hombres las buena nueva de la concordia…

2. Las dos ciudades

‒ La Ciudad de la pura Ley asegura a cada uno en lo que tiene, afirmando en su grandeza a los grandes
, de manera que ella afirma que la realidad es jerárquica, conforme a una fortuna que a unos habría hecho dioses y a otros mortales. Pues bien, por encima de la Ley está el Amor generoso, que supera toda jerarquía, pues da gratuitamente lo que tiene. De esa forma, la misma riqueza se vuelve pobreza, regalo completo, pues busca una forma más honda y generosa de riqueza, que no es tener para sí, frente a los otros, sino dar de sí, para que los otros sean y puedan también darme y gocemos juntos, en comunión de vida regalada.

El que interpretar la vida como Capital debe defenderlo y defenderse, para así mantener lo que tiene, producir más y venderlo, para asegurar la propia vida en lo tenido, es decir, en algo externo. Esta idolatría del Capital (no el capital como lenguaje de relación económica) nace de la envidia mimética que nos enfrenta a unos con otros: para ser lo que soy y tenerme a mí mismo debo dominar al otro o competir con él, pues de lo contrario él me dominaría. Esta idolatría es la máxima miseria, pues me impide saber lo que es amor en gratuidad y recibir gratuitamente el amor de los demás, sin miedo ni afán de supremacía. Frente a esa idolatría se eleva el ministerio cristiano del amor, como gesto de pobreza que enriquece y lleva a compartir la vida.

‒ La ciudad del monte del amor es lugar donde la vida se comparte y se conserva (Sal), es lugar donde la vida alumbra, ilumina, abre caminos de vida. Quien ama es rico al dar, esto es, dándose a sí mismo, regalando su propia realidad de un modo gratuito, sin cálculos de rentabilidad. Así decimos que Dios ha creado por amor todas las cosas, por pura generosidad, sin pedir nada a cambio, dándose a sí mismo. Es más, así podemos añadir que en su plenitud la creación se vuelve encarnación: Dios se ha dado de tal forma que ha venido a introducirse en nuestra carne, a ser carne en nosotros, quedando de esa forma en manos de aquellos a quienes suscita con su don, de aquellos que reciben su regalo y le reciben.

El capital busca seguridades, para mantenerse por encima y conseguir su provecho. El que ama, en cambio, se regala y da de tal manera que renuncia a su propia seguridad, poniéndose a merced de sus amados.

Así hace Dios al encarnarse en Cristo (y en cada uno de los hombres). En la raíz del amor se descubre siempre su poderosa fragilidad, tanto en el encuentro de dos enamorados, como en el nacimiento de un niño y en el misterio de la muerte, entendida de un modo pascual. En ese fondo de amor se asientan todos los ministerios, como hemos visto en la primera parte de este libro, al ocuparnos de Pablo, que interpreta el amor (1 Cor 13) como centro y sentido de todos los servicios cristianos (1 Co 12-14).

3. Iglesia, el testimonio de la vida

La iglesia es la comunión de aquellos que creen en el Dios que es Vida-Amor, revelado por Jesús como principio de apertura universal. Ciertamente, ella asume ese mensaje de Jesús como guía y signo de santidad para sus fieles, y así lo muestran sus manuales de moral y de piedad. Pero normalmente, en cuanto institución, ella se ha sentido dispensada de cumplir el evangelio (¡el sermón de la montaña!), de manera que ella (con su jerarquía) ha ocupado desde el siglo IV-V d.C. (y de un modo más intenso desde el XI-XII) espacios de poder social, y ha tomado riquezas que dice tener para los pobres, pero que acaban valiendo por sí mismas, para bien de la propia iglesia .

De esa forma ha surgido muchas veces una especie de disociación. (a) Como individuos y pequeños grupos los cristianos se sienten llamados a vivir el Amor-Pobreza de Dios, es decir, el despliegue gratuito de la vida. (b)Pero, como institución, un tipo iglesia tiende a buscar su propia seguridad, con leyes y normas que parecen volverse sistema, convirtiéndose así en un tipo de ‘capitalismo espiritual’. Este es quizá su mayor riesgo: querer asegurarse en su riqueza. Pues bien, tras siglos de historia, con brillantes concilios y leyes, organizaciones y doctrinas muy precisas, la Iglesia tiene que desandar ese camino, para situarse de nuevo ante el Dios de Jesús, en gesto de pobreza radical.

La Iglesia no es una institución o sociedad como las otras, que depende en su ser del capital (monetario o social, político o jurídico), sino una comunión que brota del Amor, que es donación gratuita, que no tiene ni busca nada para sí, de tal forma que vive en radical pobreza y comunión abierta a todos los humanos. Sólo volviendo a ese principio, en fe radical, ella puede llamarse cristiana, esto es, mesiánica, Por eso, en el principio de todos los ministerios cristianos está ella misma, como sacramento de Cristo; sólo en la medida en que ella es evangelizadora pueden ser evangelizadores los cristianos, creando para ello diversos ministerios .

− Las iglesias no son instituciones de Capital sino comunidades de Amor de Dios (cf. Mt 19, 21 par). Por eso ellas deben abandonar sus ventajas particulares, regalar sus bienes a los pobres y romper así con el Sistema, como hicieron Moisés (Éxodo), Jesús (Pascua) y Muhammad (Hégira). Disolverse significa renunciar a los métodos y formas del Capital con lo que implica de edificios (catedrales, posesiones), poderes legales (Estado Vaticano, concordatos, exenciones) y ventajas económicas, sociales, ideológicas.

− El Dios de las iglesias es Amor-Vida que Jesús ha ofrecido a los pobres. Por eso, ellas deben encarnarse en el mundo de los pobres, no para ofrecerles algo desde arriba (siendo ellas ricas), sino para caminar con ellos, en generosidad de amor, sin buscar seguridades superiores como institución. Sólo así podrán hablar en nombre de esos pobres, porque participan de su suerte, sin necesidad de ideologías de pobreza espiritual, haciéndose fermento y código de humanidad, dentro de un Sistema inhumano.

4. La Sal-Luz de la Nueva ciudad en su propio testimonio

En sentido estricto, los judíos quien ser y han han sido y son mártires (testigos, ciudad elevada…),
en el sentido original de la palabra: personas que ponen su misma vida como prueba de la verdad que han vivido. Así lo han hecho en los momentos más duros de su historia, en el exilio de Babilonia (siglo VI a. C.), en el tiempo del alzamiento macabeo (siglo II a. C.), en los años de las grandes rebeliones anti-romanas (siglo I-II d. C.), en la expulsión de España (siglo XVI) y en la shoa (siglo XX). Como ejemplo, quiero citar sólo un texto básico del primer momento:

«Vosotros sois mis testigos, dice Yahvé; mi siervo que yo escogí, para que me conozcáis y me creáis, a fin de que entendáis que Yo Soy. Antes de mí no fue formado ningún dios, ni lo será después de mí. Yo, yo Yahvé; fuera de mí no hay quien salve. Yo anuncié y salvé; yo proclamé, y no algún dios extraño entre vosotros. Vosotros sois mis testigos, y yo soy Dios, dice Yahvé. Aun antes que hubiera día, Yo Soy, y no hay quien pueda librar de mi mano. Lo que hago, ¿quién lo deshará?» (Is 43, 10-13).

Otros pueblos han ofrecido otras aportaciones culturales, sociales, económicas o militares. Los judíos, en cambio, han querido y han sido, básicamente, testigos de una presencia de Dios, de quien se sienten enviados. Si no hubiera mantenido ese testimonio, ellos habrían desaparecido, como han desaparecido la mayoría de los pueblos y culturas de su tiempo de los siglos VII al III a. C. Por trasmitir un testimonio de Dios siguen existiendo y se renuevan, no como un fósil del pasado (conservando, comentando y cumpliendo unos libros escritos hace más de dos mil años), sino como pueblo que quiere se avanzada de futuro.

5. Ciudad de la luz, testigos del Evangelio

El cristianismo mantiene y quiere seguir conservando el testimonio judío, como afirma uno de los textos básicos del Nuevo Testamento, que asume el camino de la fe de los grandes creyentes de Israel, que ha culminado en Jesucristo, el testigo fiel, testigo de Dios para los hombres:

«La fe es la constancia de las cosas que se esperan y la comprobación de los hechos que no se ven. Por ella recibieron buen testimonio los antiguos… Por la fe Abraham, cuando fue llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir por herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, viviendo en tiendas con Isaac y Jacob, los coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
Conforme a su fe murieron todos éstos sin haber recibido el cumplimiento de las promesas. Más bien, las miraron de lejos y las saludaron, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra… (Por la fe…) otros recibieron pruebas de burlas y de azotes, además de cadenas y cárcel. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a espada. Anduvieron de un lado para otro, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras; pobres, angustiados, maltratados. El mundo no era digno de ellos. Andaban errantes por los desiertos, por las montañas, por las cuevas y por las cavernas de la tierra. Y todos éstos, aunque recibieron buen testimonio por la fe, no recibieron el cumplimiento de la promesa, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros; porque Dios había provisto algo mejor para nosotros» (Heb 11, 1-2. 8-10.13. 36-38).

«Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos enreda, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe; quien por el gozo que tenía por delante sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios» (Heb 12, 1-2).

La fe consiste, según eso, en aceptar y mantener el testimonio de los creyentes anteriores y en especial el de Jesús. Ese testimonio de los judíos peregrinos (patriarcas) y, sobre todo, de los judíos mártires (¡apedreados, aserrados, muertos a espada…!) constituye un elemento esencial del recuerdo cristiano, es decir, de la confesión de fe de los discípulos de Jesús, que ven a su maestro como el último de los grandes testigos israelitas de Dios. Pero es evidente que, en otro sentido, el “testimonio judío” no termina en Jesús, sino que se mantiene vivo a lo largo de los siglos para los cristianos. En ese sentido, los mártires judíos de los siglos posteriores a Jesús siguen siendo un testimonio de fe para los cristianos.

Por eso recordamos hoy la Ciudad-Monte, pura sal, pura luz… Una iglesia que quiere ofrecer su propio testimonio como signo de Jesús.

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